domingo 06 de octubre del 2024
El Diario del Maule Sur
FUNDADO EL 29 DE AGOSTO DE 1937
Hoy
Opinión 06-10-2024
DESDE EL PRINCIPIO DE LA CREACIÓN

Raúl Moris G., Pbro.


¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer? Como siempre que los fariseos se dirigen a Jesús en los Evangelios, esta pregunta, que a primera vista pareciera tan actual, es por una parte una trampa de parte de éstos y un modo del Evangelista de mostrarnos cuán profundamente desafiante a los códigos de su propia cultura puede llegar a ser Jesús.

Aclaremos; no se trata aquí de una pregunta por el divorcio tal como ahora en nuestra cultura contemporánea se plantea, en donde la cuestión, en la esfera laica, se centra más bien en la reivindicación de la libertad de cada uno de los cónyuges para decidir cómo vivir el compromiso matrimonial y hasta qué límites cada uno está dispuesto a jugar su parte en el proyecto de vida común; la pregunta de los fariseos se centra en la costumbre permitida por la ley de Moisés del repudio de la mujer por parte del marido, que consistía en el acto público (hecho con mayor o menor discreción) de devolución de la mujer a la familia paterna por parte del marido como parte insatisfecha por la transacción realizada en el compromiso matrimonial.

El acta de repudio, a la que se alude, era un documento que reconocía unilateralmente como único sujeto del matrimonio al hombre; la mujer, -objeto de la transacción- no tenía defensa alguna cuando era repudiada, no tenía derecho alguno que pudiera reclamar; y muchas veces, dependiendo de la gravedad de la razón del acta de repudio, ésta era el equivalente a un juicio sumario que condenaba a la mujer a la muerte por apedreamiento público, la pena de lapidación, la que por motivos de honor correspondía iniciar a los propios familiares directos de la repudiada, padre o hermanos; en suma, la mujer era sólo un objeto prescindible, en este acto realizado entre hombres, (el marido y el suegro o los cuñados) que velaba fundamentalmente por el honor de ellos mismos.

Los fariseos conocían por cierto la ley de Moisés, y por eso la pregunta es capciosa, se trata de poner sucesivamente en dos situaciones difíciles a Jesús: si desconocía la ley de Moisés, eso lo invalidaba como maestro; si reconocía la ley de Moisés, eso lo obligaba a tomar partido entre los dos polos en que la ley se entendía y discutía entre los mismos fariseos; el partido conservador y rigorista del rabino Shammai, o la escuela más liberal del rabino Hillel, el primero abogando por una interpretación dura del precepto, en que las causas de repudio eran muy pocas -pero tan graves- que el repudio equivalía, como se ha dicho más arriba, prácticamente a una sentencia de muerte para la mujer; la otra, haciendo una interpretación más relajada del precepto, y por tanto abriendo la posibilidad de que el acta de repudio fuera extendida incluso por motivos nimios; lo que de todos modos suponía una condena social para la mujer, en una cosa ambas escuelas sí coincidían: sobre el repudio, ella nada podía alegar.

Pero desde el principio de la creación, «Dios los hizo varón y mujer…» La respuesta de Jesús va a situar la cuestión en un plano distinto: una cosa es la circunstancia histórica, social o cultural en donde el precepto surge; aquí aludida en el v.5: “fue debido a la dureza del corazón de ustedes”, y otra el fundamento desde donde para Jesús y para todo creyente debe ser entendido el precepto: el querer original y soberano de Dios para su Creación.


Que el hombre no separe lo que Dios ha unido… La respuesta del Evangelio nos vuelve a remitir al relato del Génesis: no es lícito, porque el matrimonio es el modo de realizar la vocación primera y originaria para la cual la pareja humana ha sido creada: esta Creación, fruto del gratuito amor de Dios, necesita un signo que siga proclamando este amor originario, que lo siga haciendo presente para que el mundo crea y vuelva los ojos a su Creador. Necesita un signo en que el empeño del amor pueda manifestarse por encima de los obstáculos que nos pone el dolor; porque así es el amor que nos tiene el Señor: amor que no omite la cruz, sino que la incluye y la abraza.

El matrimonio aparece aquí como Don, Misterio y Misión: Don, porque no depende originariamente de nosotros solos el tender el uno al otro sino que es el modo como Dios mismo ha querido perpetuar aquel gesto primero que nos trajo al existir; Misterio, porque en él se revela la voluntad y la índole del Señor de la vida; Misión valiente y no exenta de riesgos y de sacrificios, de anunciar en la cotidianeidad de nuestro andar humano que el Señor nos sigue amando, cuánto y cómo nos sigue amando.

Porque el Reino de Dios pertenece a los que son como niños… Los niños en el tiempo de Jesús no reivindicaban derechos, son para el Señor el signo de la mayor indefensión y por lo mismo de la mayor apertura al don, todo lo que un niño puede recibir lo recibe desde la gratuidad y desde la gratitud de quien se sabe siempre dependiente del padre que lo provee, de la madre que lo acaricia y lo abriga; concluye este Evangelio, con estas palabras acerca de la actitud frente al matrimonio como don; no como posesión, no como contrato, no como derecho a reivindicar; sino como don de Dios que hay que aprender a cuidar, como don precioso que aquilatar y atesorar, para hacer de él lo que el Señor quiso y quiere que sea: Evangelio vivo en medio de las culturas, en medio de la cultura de Jesús, en medio de la nuestra.
Freddy Mora | Imprimir | 80