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El Diario del Maule Sur
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Opinión 30-03-2025
Dgo. IV de Cuaresma HIJOS DEL PADRE DE LA COMPASIÓN
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Raúl Moris G., Pbro.


No basta con declarar que el Dios en que creemos es Padre, si no hacemos el ejercicio de preguntarnos cómo entendemos y vivimos esa paternidad, es decir cuál es la imagen de padre que aplicamos a Dios y cómo nos situamos ante ella. Esto es lo que marca la diferencia entre los personajes que pueblan el Evangelio de hoy, tanto los que Lucas nos presenta escuchando la parábola de labios de Jesús, como los que habitan el relato.

El Evangelio nos presenta en su cap. 15, una extensa parábola que va a ser pronunciada a manera de conclusión de la enseñanza de Jesús acerca de la inconmensurable misericordia de Dios, la que va a estar precedida por otras dos más breves, que son variaciones acerca de la alegría que produce en el corazón del Padre nuestra conversión, y la iniciativa que Él mismo emprende para salir a nuestro encuentro: las parábolas de la oveja y de la dracma perdidas; para culminar en este relato, en cuyo centro no sólo se desarrolla la sorprendente figura y actitud del Padre, que será la justificación de los audaces gestos que la misericordia le inspira a Jesús, sino que además suma el anuncio de que la invitación a la conversión es universal, invitación que ha resonado y conmovido los oídos de los publicanos y pecadores, pero, que parece rebotar en los endurecidos oídos de los que se consideran justos y modelos de piedad en su comunidad.

Tenemos, así, por una parte, a los publicanos y pecadores que se acercan confiados a Jesús, que lo invitan a su mesa, superando el normal resentimiento y suspicacia que suele incubarse en aquellos que aprenden dolorosamente a vivir discriminados, en aquellos que han hecho del forzado desierto de la exclusión, su paisaje cotidiano; estos son los que, con agradecido asombro, han descubierto en Jesús a alguien que encarna la misericordia y la acogida, que los profetas habían proclamado como rasgos esenciales de Dios.

Se nos presentan, por otra, los fariseos y los escribas, escandalizados por la liberalidad de Jesús, sin la apertura de mente y corazón para aprender que el amor que Dios nos tiene, no se gana a costa de méritos, no se consigue llamando la atención -a costa de sacrificios y mortificaciones- de un Dios inconmovible, impasible, sino que se prodiga gratuito –porque si no, no es amor-, y por eso no alcanzan a entender que Jesús no tema llegar a establecer un contacto físico con los pecadores, de modo de rubricar con gestos coherentes sus palabras de acogida e inclusión: abraza y se sienta a la mesa de aquellos, que los mismos fariseos -en su celosa y mezquina consideración de lo que es correcto ante los ojos del dios que han erigido en su corazón- han decretado que no se lo merecen.

Entran en escena ahora, dentro de la Parábola, los dos hijos:

El primero, el menor, que se ha apartado deliberadamente de toda norma y código de honor vigentes en la cultura del pueblo de Israel: al desear en vida del padre el reparto de la herencia, se convierte en su corazón en un parricida, y ha dilapidado su fe, su honra y su identidad de miembro de un pueblo escogido: es idólatra y apátrida, eso es lo que va a significar la mención de la herencia disipada en prostitutas en tierra extranjera, hasta llegar a ser pastor de cerdos -animal impuro para la ley de Israel- y a tal punto sentirse degradado, que llega a identificarse e incluso estimarse a sí mismo menos que los mismos cerdos: desea comer las bellotas que les da como alimento, pero nadie se las proporciona a él.

El segundo hijo, el mayor; el fiel guardián de los bienes del padre, hombre sobrio y trabajador, perseverante en el servicio, pero incapaz -como los fariseos que escuchan el relato- de comprender la alegría del padre ante el retorno del hijo, incapaz de alegrarse con él, incapaz de abrirse a la posibilidad de un amor que se desborda generoso, sin tener que ganárselo a costa de merecimientos.

Tenemos por último a Jesús y su espejo: el Padre en la Parábola:

Jesús que se acerca, acoge y ofrece una palabra oportuna tanto a publicanos y pecadores, como a fariseos y escribas, un gesto y una palabra que no hacen nada más que invitar a una sola respuesta de parte de quienes los reciben: la conversión. Ante la cercanía y acogida, la respuesta es diversa, asombrada y atenta escucha de parte de los primeros, resentido rezongo de los últimos: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos».

En la lengua de Lucas los dos verbos que pronuncian indignados los fariseos y los escribas, implican una cercanía que conlleva un gesto físico un contacto íntimo, que no está empañado por el temor a la contaminación, y que Jesús no trepida en establecer, con tal de que experimenten de verdad estos -hasta ahora excluidos por la Ley de Israel, a causa de su pecado- la infinita acogida del Padre, que el Señor ha venido a anunciar: la bienvenida implica abrazar y dejarse abrazar, el comer con ellos, un gesto de confianza: en torno a la mesa se sentaban apretados, codo con codo, recibiendo y compartiendo con la mano los alimentos.

El padre, que sin cuidado alguno de su dignidad, de su propio honor, que podría reclamar de parte de su hijos, es capaz de salir dos veces: al camino para abrazar al que vuelve, sin examen, sin preguntas ni reproches, anegando toda explicación, toda rendición de cuentas, en esos brazos abiertos dispuestos a transmitir el gozo que se desborda de su corazón; cerrando a besos la propuesta expiatoria que el hijo ha preparado cuando ha caído en la cuenta de cuánto está perdiendo en su doloroso autoexilio; pero también para buscar -sin escatimar el ruego- al mayor, que se ha quedado fuera de la fiesta, para invitarlo a ella, para hacerlo sentirse hijo suyo y hermano, en la experiencia de la gratuidad del amor que alcanza para uno y otro de sus hijos.

Toda la Parábola así, va a ser una invitación a revisar nuestra imagen del Padre y a convertir el modo con que nos relacionamos con Él.

Trátame como a uno de tus jornaleros… La imagen punto de partida, más que de Padre parece ser la del Patrón, la de una paternidad que se concibe como dominio, como uno a quien hay que justificarse, como uno que espera tener en torno suyo a servidores fieles y cumplidores; es la imagen que el hijo menor concibe cuando ha tocado fondo, cuando comienza el movimiento que lo va a llevar a ponerse de pie y a ponerse en camino; cuando, contrito, decide volver los ojos y encaminar sus pasos de regreso a la casa del Padre; es la imagen que por cierto, ha mantenido siempre el hijo mayor, privándose con ella de la intimidad que podría haber gozado como hijo: “hace tantos años que te sirvo”; imagen que nubla la mirada del mayor, que ante la generosidad desbordada del Padre sólo atina a cobrarle un pago por sus servicios, porque el jornalero, el que se siente siervo, no va a trabajar por otra cosa que por la paga, por magra que esta sea.

Si el hijo mayor considera a su padre como un Patrón, nunca va a entender una relación con él, que no sea de prestación de servicios y retribución; ésa es su tragedia: la misma ceguera del corazón que ha convertido a los piadosos fariseos en mezquinos funcionarios de la religión, pequeños funcionarios, que no dan cabida a la conversión de los pecadores, que no conciben el perdón como una fiesta.

La imagen del punto de llegada es otra: el Padre que hace de su paternidad un ejercicio de misericordia y compasión: que ve de lejos al hijo que regresa y no espera; que deja todo y corre a abrazarlo y a besarlo, que no deja que el hijo termine el discurso que ha preparado, para hacerlo ingresar sin mayor dilación y en fiesta al gozo de su casa; que vuelve a salir para compartir su alegría con el mayor. El largo camino le ha enseñado algo al hijo menor, le ha enseñado a reconocer la gratuidad del amor y a gozarse en ella: simplemente se deja abrazar, vestir como hijo y ser ingresado a la casa del Padre.

Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto… El austero servicio carente de alegría del mayor, empero, no le ha enseñado ni a ser hijo ni a ser hermano, -delante de sus ojos, su padre sólo es un patrón, y un patrón avaro- su corazón está cerrado al gozo del Padre, está cerrado a la conversión del hermano; no obstante el Padre sigue creyendo en él: Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida… las últimas palabras de la Parábola insisten una vez más en la Conversión: es la invitación que han acogido los publicanos y pecadores, hasta llegar a compartir la mesa de fiesta con Jesús; la Conversión que sigue esperando todavía confiado el Padre del cielo: la de los de los fariseos y escribas, la del hermano mayor, la nuestra.


Freddy Mora | Imprimir | 218