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sábado 22 de marzo del 2025
Opinión 22-03-2025
Este espacio es mío

Beatriz Mella Lira, Directora CIUDHAD, Universidad Andrés Bello
Hace unos días, con motivo de la conmemoración del Día de la Mujer, la Municipalidad de Ñuñoa organizó un concierto en la calle. Durante largo rato, la música sonó, siendo una invitación a apropiarse colectivamente de un sector conocido en la comuna por sus altos índices de delincuencia. Estas iniciativas revitalizan la ciudad y refuerzan el sentido de comunidad, y mejoran la seguridad, demostrando que el espacio público cobra vida cuando las personas lo habitan de manera activa.
Sin embargo, la apropiación del espacio público no siempre tiene el mismo tono, ni genera el mismo consenso. Mientras algunas intervenciones fortalecen el sentido de comunidad, otras generan fricciones, disputas e incluso exclusiones.
Desde hace décadas, los urbanistas han intentado abordar esta paradoja. Jane Jacobs defendía que la vitalidad de una ciudad depende de la intensidad y diversidad de usos en el espacio público: sin gente, la ciudad muere. Su observación era simple pero poderosa, y se construía desde la experiencia. Las calles, plazas y parques cobran vida cuando son utilizados y apropiados por las personas. No obstante, esa apropiación no siempre resulta en un beneficio colectivo: en ciertos contextos, el uso del espacio público puede derivar en problemas de convivencia y deterioro urbano.
En distintos sectores de la ciudad, la calle por las noches se convierte en una extensión de bares y fiestas, dejando a los vecinos atrapados entre ruido, basura y deterioro del entorno. En varios otros puntos, el comercio ambulante monopoliza el uso de las veredas, desplazando peatones y generando mercados informales difíciles de regular. Todos tenemos en mente varios de estos lugares, y aún más ejemplos, donde un grupo de personas se adueña—aunque sea temporalmente—del espacio urbano para fines propios, transgrediendo el límite entre el derecho al uso y el mal uso del espacio. Frente a estas tensiones, dos modelos han cobrado relevancia para la gestión del espacio público: las concesiones y las asociaciones público-privadas (APP). Los explico brevemente.
Las concesiones permiten que el sector privado gestione bienes o servicios públicos por un tiempo definido, bajo condiciones específicas. En algunas ciudades, han sido clave para mantener espacios urbanos, como estacionamientos subterráneos en plazas o parques, donde la empresa concesionaria financia la infraestructura y su mantenimiento a través del cobro a los usuarios. Este modelo facilita proyectos que no se justificarían con recursos públicos al beneficiar solo a ciertos grupos, pero sin una regulación adecuada, puede restringir el acceso o derivar en una privatización encubierta.
Como consecuencia, han surgido modelos de asociación público-privada (APP) como alternativa para que autoridades, empresas y organizaciones compartan la gestión de infraestructuras y espacios urbanos sin perder su carácter público. Este modelo es clave, especialmente en sectores complejos, donde los municipios enfrentan dificultades para su mantención y seguridad.
En este modelo, y en palabras simples, a todos quienes usufructúan de las ventajas de localización y atributos del lugar donde se emplazan—comerciantes, residentes, visitantes—les conviene que el espacio esté limpio, seguro y bien mantenido. Si ese panorama cambia, todos se ven afectados. Para lograr que cada actor participe de manera equitativa y equilibrada, en conjunto con el municipio, se establecen acuerdos que regulan la participación y los costos de mantención, asegurando que el espacio público siga siendo un beneficio compartido y sostenible en el tiempo.
El desafío está en asegurar que estos mecanismos de colaboración, ya sean concesiones, asociaciones público-privadas u otros, no comprometan la esencia del espacio público ni su acceso a las personas. Si bien las concesiones permiten canalizar recursos para la mejora de la ciudad, y las APP fomentan la participación equitativa de distintos actores, es importante que la implementación garantice un equilibrio entre inversión privada, beneficio ciudadano y seguridad.
El espacio público es, al final, el reconocimiento de una construcción colectiva, abierta a los roces y fricciones propias de la convivencia urbana. Gestionarlo de manera sostenible no significa limitar su uso, sino reconocer la necesidad de cuidarlo. El verdadero éxito del espacio público radica en cómo logramos que siga siendo un lugar de encuentro, disfrute y apropiación legítima para todos.
Hace unos días, con motivo de la conmemoración del Día de la Mujer, la Municipalidad de Ñuñoa organizó un concierto en la calle. Durante largo rato, la música sonó, siendo una invitación a apropiarse colectivamente de un sector conocido en la comuna por sus altos índices de delincuencia. Estas iniciativas revitalizan la ciudad y refuerzan el sentido de comunidad, y mejoran la seguridad, demostrando que el espacio público cobra vida cuando las personas lo habitan de manera activa.
Sin embargo, la apropiación del espacio público no siempre tiene el mismo tono, ni genera el mismo consenso. Mientras algunas intervenciones fortalecen el sentido de comunidad, otras generan fricciones, disputas e incluso exclusiones.
Desde hace décadas, los urbanistas han intentado abordar esta paradoja. Jane Jacobs defendía que la vitalidad de una ciudad depende de la intensidad y diversidad de usos en el espacio público: sin gente, la ciudad muere. Su observación era simple pero poderosa, y se construía desde la experiencia. Las calles, plazas y parques cobran vida cuando son utilizados y apropiados por las personas. No obstante, esa apropiación no siempre resulta en un beneficio colectivo: en ciertos contextos, el uso del espacio público puede derivar en problemas de convivencia y deterioro urbano.
En distintos sectores de la ciudad, la calle por las noches se convierte en una extensión de bares y fiestas, dejando a los vecinos atrapados entre ruido, basura y deterioro del entorno. En varios otros puntos, el comercio ambulante monopoliza el uso de las veredas, desplazando peatones y generando mercados informales difíciles de regular. Todos tenemos en mente varios de estos lugares, y aún más ejemplos, donde un grupo de personas se adueña—aunque sea temporalmente—del espacio urbano para fines propios, transgrediendo el límite entre el derecho al uso y el mal uso del espacio. Frente a estas tensiones, dos modelos han cobrado relevancia para la gestión del espacio público: las concesiones y las asociaciones público-privadas (APP). Los explico brevemente.
Las concesiones permiten que el sector privado gestione bienes o servicios públicos por un tiempo definido, bajo condiciones específicas. En algunas ciudades, han sido clave para mantener espacios urbanos, como estacionamientos subterráneos en plazas o parques, donde la empresa concesionaria financia la infraestructura y su mantenimiento a través del cobro a los usuarios. Este modelo facilita proyectos que no se justificarían con recursos públicos al beneficiar solo a ciertos grupos, pero sin una regulación adecuada, puede restringir el acceso o derivar en una privatización encubierta.
Como consecuencia, han surgido modelos de asociación público-privada (APP) como alternativa para que autoridades, empresas y organizaciones compartan la gestión de infraestructuras y espacios urbanos sin perder su carácter público. Este modelo es clave, especialmente en sectores complejos, donde los municipios enfrentan dificultades para su mantención y seguridad.
En este modelo, y en palabras simples, a todos quienes usufructúan de las ventajas de localización y atributos del lugar donde se emplazan—comerciantes, residentes, visitantes—les conviene que el espacio esté limpio, seguro y bien mantenido. Si ese panorama cambia, todos se ven afectados. Para lograr que cada actor participe de manera equitativa y equilibrada, en conjunto con el municipio, se establecen acuerdos que regulan la participación y los costos de mantención, asegurando que el espacio público siga siendo un beneficio compartido y sostenible en el tiempo.
El desafío está en asegurar que estos mecanismos de colaboración, ya sean concesiones, asociaciones público-privadas u otros, no comprometan la esencia del espacio público ni su acceso a las personas. Si bien las concesiones permiten canalizar recursos para la mejora de la ciudad, y las APP fomentan la participación equitativa de distintos actores, es importante que la implementación garantice un equilibrio entre inversión privada, beneficio ciudadano y seguridad.
El espacio público es, al final, el reconocimiento de una construcción colectiva, abierta a los roces y fricciones propias de la convivencia urbana. Gestionarlo de manera sostenible no significa limitar su uso, sino reconocer la necesidad de cuidarlo. El verdadero éxito del espacio público radica en cómo logramos que siga siendo un lugar de encuentro, disfrute y apropiación legítima para todos.
Freddy Mora | Imprimir | 126