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domingo 19 de enero del 2025
Opinión 19-01-2025
HAGAN LO QUE ÉL LES DIGA…
Raúl Moris G. Pbro.
Muy cerca del comienzo del Evangelio según San Juan, inaugurando la sección conocida como “el Libro de los Signos”, aparece el episodio de las Bodas de Caná, que está indisolublemente atado con otro episodio ubicado cerca del final del mismo Evangelio: la escena de la Madre de Jesús al pie de la cruz (Jn 19, 25-27). Ambas escenas en donde aparece junto a Jesús su Madre, nombrada así: a partir del título y no de su nombre propio: María; ambas escenas en donde la Madre de Jesús aparece siendo llamada por Él, en respuesta, con un seco vocativo: Mujer; modo de tratamiento que a primera vista parece áspero, poco apto para transmitir la calidez de la relación que suponemos Jesús cultiva con su Madre, pero que en su sequedad nos revela también la grandeza de un título; ambos episodios apuntando en una misma dirección: la Gloria, es decir, la irrefutable manifestación de la divinidad de Jesús; en Jn 19, 25-27 la hora de la glorificación ya cumplida; en Jn 2, 1-11, la Gloria mostrada por adelantado: “Mi hora no ha llegado todavía”, pero manifestada en un gesto que bien puede calificarse de sacramental: el primero de los signos, al punto de que el episodio concluye con la confesión de la fe de los discípulos. Uno y otro Evangelio, cargado de un profundo simbolismo, que intentaremos ayudar a dilucidar en este comentario.
En la época en que el Evangelio de Juan se escribe, ya se cuenta con el antecedente de los relatos que en los Sinópticos, recogiendo las palabras de Jesús, comparan el Reino con un banquete, y especialmente con la figura del Banquete de Bodas: banquete, que alude a las palabras de los profetas que anunciaban como signo mesiánico la prodigalidad sin límites de la fiesta abundante y gratuita de la tierra redimida: aquel día en que el Dios-con-nosotros, se haga manifiesto, habrá de todo para comer y beber, para saciar el cuerpo y el corazón, ése será uno de los signos de su presencia; y el banquete de bodas, que recuerda con insistencia la promesa de esponsalidad entre Dios y su Pueblo, también anunciada con gozo por los profetas.
La novedad de este pasaje de Juan radica en el hecho de que aquí no se trata de una parábola, ni se anuncia un Reino que ha de venir, sino que el anuncio se hace acontecimiento presente y actual, a partir del recuerdo de esta fiesta de matrimonio anónima de la cual Jesús y su madre son invitados, fiesta en la que el Evangelista desplaza la atención desde aquellos que, por derecho propio, habrían de ser los protagonistas, los novios -de los cuales ni siquiera se menciona el nombre ni la relación que puedan tener con la Madre y con Jesús- hasta éstos últimos: el matrimonio que realmente se está celebrando es el de la humanidad con su Dios.
Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”: no es el encargado de la fiesta, el mayordomo, cuyo oficio es velar por el buen funcionamiento de la fiesta, sino la Madre, quien se da cuenta de situación de indigencia que hace peligrar la fiesta, es la Madre de Jesús atenta a las necesidades, dispuesta a interceder en nombre de los dueños de casa.
Pero ¿quién es esta Madre? ¿Es María? Lo es, pero es signo de alguien más, es la Iglesia Oyente, que escucha, reconoce y recoge compasiva el clamor de la indigencia, atenta a las necesidades del mundo, es la Iglesia Orante, animada por el Espíritu, capaz de alzar la voz, capaz de salir de la sombra e intervenir de modo que la humanidad pueda conocer a Aquél, en cuyas manos está la posibilidad de que la vida deje los tintes de luto y se convierta en fiesta imperecedera; es María, la Iglesia Suplicante, segura de con ella está el Espíritu Santo, y que su voz no es sino eco de la voz de Éste, y por eso no duda un instante en que la petición hecha a su Hijo, por más que pueda parecer extemporánea, no va a quedar sin respuesta; por eso no se arredra ante la reconvención de Jesús. Y es también la Mujer, la humanidad re-creada en la obediencia y para la obediencia: allí donde la primera mujer, Eva, tropezó y cayó, es desde donde se alza esta Mujer, la Eva definitiva, que sabe a quién dirigir la súplica, que sabe que su intercesión encontrará eco en los oídos de Jesús, que está enteramente confiada en que puede contar de manera absoluta con su Hijo y Señor.
“Hagan lo que Él les diga”…Por eso, no obstante la prueba a la que la somete Jesús con su respuesta, la Madre no claudica, si ella es eco de la voz del Espíritu, el Hijo no puede desoír esa voz; y así lo enseña a los servidores, así invita a formar una comunidad de oyentes que puedan crecer en la obediencia: la Madre de Jesús es, entonces, la Madre de la Iglesia, convocada para escuchar y obrar conforme a lo escuchado de parte de su Señor, una Iglesia conformada para configurar su actuar de modo que pueda encarnar en la historia la voluntad de salvación del Creador; la Madre es discípula para ser Maestra en el discipulado.
La recomendación que hace a los servidores, los dirige hacia Cristo; no se hace ella misma protagonista, no dice: “Hagan lo que Yo les diga”, no es la Maestra que enseña desde sí misma, la pedagoga en la fe que conduce hacia el único maestro. En la iconografía ortodoxa esta acción de la Madre encontrará una expresión plástica: el ícono de la Hodigitria; (la que indica el Camino) la Madre, que con el hijo en brazos, lo señala con su mano derecha, para que a su vez el Hijo, Camino, Verdad y Vida, nos conduzca por Su Senda, la única que llega hasta el Padre.
Había allí seis tinajas de piedra… Jesús realiza el signo revelador de su Gloria, que no consiste sólo en manifestar que ha llegado el tiempo de la abundancia de la fiesta de los tiempos mesiánicos, sino para dar por terminado el largo tiempo de espera, el largo ayuno de la penitencia de una humanidad que avanza a tientas animada por la débil luz de la fe que se ha hecho tradición: las tinajas que serán llenadas con el agua transformada en el vino nuevo de los tiempos nuevos, son precisamente aquellas destinadas a los antiguos ritos de purificación, las tinajas quedan relevadas de su uso para siempre, ¿cómo volver a llenar de luctuosa agua lustral aquellas tinajas rebosantes del buen vino de las Bodas de Cristo?
“Has guardado el buen vino hasta este momento…” El signo encuentra su verificación en el comentario del encargado de fiesta al esposo; la acción del Señor es superior a toda expectativa: no se trata sólo de buen vino y de vino en abundancia, se trata de la abundancia del mejor, el tiempo que se revela y el Dios que se revela, en el signo de Jesús, no es el de una reformulación o una restauración, es el tiempo enteramente nuevo, es el Dios totalmente sorprendente, que sólo puede entrar en diálogo con una humanidad nueva, cuyo modelo es la Mujer nueva: María, la Madre creyente y obediente, la Maestra, que ha hecho de la oración su aprendizaje y su escuela, y así muestra certera el camino porque desde el seno
Muy cerca del comienzo del Evangelio según San Juan, inaugurando la sección conocida como “el Libro de los Signos”, aparece el episodio de las Bodas de Caná, que está indisolublemente atado con otro episodio ubicado cerca del final del mismo Evangelio: la escena de la Madre de Jesús al pie de la cruz (Jn 19, 25-27). Ambas escenas en donde aparece junto a Jesús su Madre, nombrada así: a partir del título y no de su nombre propio: María; ambas escenas en donde la Madre de Jesús aparece siendo llamada por Él, en respuesta, con un seco vocativo: Mujer; modo de tratamiento que a primera vista parece áspero, poco apto para transmitir la calidez de la relación que suponemos Jesús cultiva con su Madre, pero que en su sequedad nos revela también la grandeza de un título; ambos episodios apuntando en una misma dirección: la Gloria, es decir, la irrefutable manifestación de la divinidad de Jesús; en Jn 19, 25-27 la hora de la glorificación ya cumplida; en Jn 2, 1-11, la Gloria mostrada por adelantado: “Mi hora no ha llegado todavía”, pero manifestada en un gesto que bien puede calificarse de sacramental: el primero de los signos, al punto de que el episodio concluye con la confesión de la fe de los discípulos. Uno y otro Evangelio, cargado de un profundo simbolismo, que intentaremos ayudar a dilucidar en este comentario.
En la época en que el Evangelio de Juan se escribe, ya se cuenta con el antecedente de los relatos que en los Sinópticos, recogiendo las palabras de Jesús, comparan el Reino con un banquete, y especialmente con la figura del Banquete de Bodas: banquete, que alude a las palabras de los profetas que anunciaban como signo mesiánico la prodigalidad sin límites de la fiesta abundante y gratuita de la tierra redimida: aquel día en que el Dios-con-nosotros, se haga manifiesto, habrá de todo para comer y beber, para saciar el cuerpo y el corazón, ése será uno de los signos de su presencia; y el banquete de bodas, que recuerda con insistencia la promesa de esponsalidad entre Dios y su Pueblo, también anunciada con gozo por los profetas.
La novedad de este pasaje de Juan radica en el hecho de que aquí no se trata de una parábola, ni se anuncia un Reino que ha de venir, sino que el anuncio se hace acontecimiento presente y actual, a partir del recuerdo de esta fiesta de matrimonio anónima de la cual Jesús y su madre son invitados, fiesta en la que el Evangelista desplaza la atención desde aquellos que, por derecho propio, habrían de ser los protagonistas, los novios -de los cuales ni siquiera se menciona el nombre ni la relación que puedan tener con la Madre y con Jesús- hasta éstos últimos: el matrimonio que realmente se está celebrando es el de la humanidad con su Dios.
Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”: no es el encargado de la fiesta, el mayordomo, cuyo oficio es velar por el buen funcionamiento de la fiesta, sino la Madre, quien se da cuenta de situación de indigencia que hace peligrar la fiesta, es la Madre de Jesús atenta a las necesidades, dispuesta a interceder en nombre de los dueños de casa.
Pero ¿quién es esta Madre? ¿Es María? Lo es, pero es signo de alguien más, es la Iglesia Oyente, que escucha, reconoce y recoge compasiva el clamor de la indigencia, atenta a las necesidades del mundo, es la Iglesia Orante, animada por el Espíritu, capaz de alzar la voz, capaz de salir de la sombra e intervenir de modo que la humanidad pueda conocer a Aquél, en cuyas manos está la posibilidad de que la vida deje los tintes de luto y se convierta en fiesta imperecedera; es María, la Iglesia Suplicante, segura de con ella está el Espíritu Santo, y que su voz no es sino eco de la voz de Éste, y por eso no duda un instante en que la petición hecha a su Hijo, por más que pueda parecer extemporánea, no va a quedar sin respuesta; por eso no se arredra ante la reconvención de Jesús. Y es también la Mujer, la humanidad re-creada en la obediencia y para la obediencia: allí donde la primera mujer, Eva, tropezó y cayó, es desde donde se alza esta Mujer, la Eva definitiva, que sabe a quién dirigir la súplica, que sabe que su intercesión encontrará eco en los oídos de Jesús, que está enteramente confiada en que puede contar de manera absoluta con su Hijo y Señor.
“Hagan lo que Él les diga”…Por eso, no obstante la prueba a la que la somete Jesús con su respuesta, la Madre no claudica, si ella es eco de la voz del Espíritu, el Hijo no puede desoír esa voz; y así lo enseña a los servidores, así invita a formar una comunidad de oyentes que puedan crecer en la obediencia: la Madre de Jesús es, entonces, la Madre de la Iglesia, convocada para escuchar y obrar conforme a lo escuchado de parte de su Señor, una Iglesia conformada para configurar su actuar de modo que pueda encarnar en la historia la voluntad de salvación del Creador; la Madre es discípula para ser Maestra en el discipulado.
La recomendación que hace a los servidores, los dirige hacia Cristo; no se hace ella misma protagonista, no dice: “Hagan lo que Yo les diga”, no es la Maestra que enseña desde sí misma, la pedagoga en la fe que conduce hacia el único maestro. En la iconografía ortodoxa esta acción de la Madre encontrará una expresión plástica: el ícono de la Hodigitria; (la que indica el Camino) la Madre, que con el hijo en brazos, lo señala con su mano derecha, para que a su vez el Hijo, Camino, Verdad y Vida, nos conduzca por Su Senda, la única que llega hasta el Padre.
Había allí seis tinajas de piedra… Jesús realiza el signo revelador de su Gloria, que no consiste sólo en manifestar que ha llegado el tiempo de la abundancia de la fiesta de los tiempos mesiánicos, sino para dar por terminado el largo tiempo de espera, el largo ayuno de la penitencia de una humanidad que avanza a tientas animada por la débil luz de la fe que se ha hecho tradición: las tinajas que serán llenadas con el agua transformada en el vino nuevo de los tiempos nuevos, son precisamente aquellas destinadas a los antiguos ritos de purificación, las tinajas quedan relevadas de su uso para siempre, ¿cómo volver a llenar de luctuosa agua lustral aquellas tinajas rebosantes del buen vino de las Bodas de Cristo?
“Has guardado el buen vino hasta este momento…” El signo encuentra su verificación en el comentario del encargado de fiesta al esposo; la acción del Señor es superior a toda expectativa: no se trata sólo de buen vino y de vino en abundancia, se trata de la abundancia del mejor, el tiempo que se revela y el Dios que se revela, en el signo de Jesús, no es el de una reformulación o una restauración, es el tiempo enteramente nuevo, es el Dios totalmente sorprendente, que sólo puede entrar en diálogo con una humanidad nueva, cuyo modelo es la Mujer nueva: María, la Madre creyente y obediente, la Maestra, que ha hecho de la oración su aprendizaje y su escuela, y así muestra certera el camino porque desde el seno
Freddy Mora | Imprimir | 89
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