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domingo 01 de diciembre del 2024
Opinión 28-02-2023
Horacio Bascuñán: Adiós al poeta y escritor “que huyó para sobrevivir”.
Falleció en Neuquén, Argentina, el escritor y poeta Horacio Bascuñán Mora. Tenía 78 años de edad, sufría de varias dolencias y además de demencia senil.
Horacio fue alumno del Instituto Politécnico de Linares y en los años 60 llegó a ser funcionario de la Municipalidad y también dirigente de la Central Única de Trabajadores (CUT).
Junto a su amigo Jorge Yáñez Olave formó parte en esa época del grupo “MAS” integrado por poetas, artistas, lectores que se dedicaban a realizar actividades culturales en la comunidad, “en torno a los derechos humanos, la denuncia, siempre con la poesía como principal arma; lo lúdico y la ironía a lo establecido, a las normas, actitud subversiva para la época”- relata Germán Gorosito, escritor argentino, amigo personal de Horacio, autor del libro “La voz de la sombra / Talabarterías y otros poemas”.
A los pocos días del golpe militar de septiembre de 1973, Horacio era conminado a presentarse a través del bando #14 a la jefatura de plaza de la provincia de Linares junto a otros amigos y dirigentes locales. “Horacio está inquieto y escondido, al igual que otros debe tomar una decisión. La muerte se siente cercana y Argentina es una posible salida. Aparece el nombre de Horacio Bascuñán Mora en otros bandos o partes que el ejército hace públicos, y los días pasan, la búsqueda se intensifica.
En el último bando que aparece Horacio está identificado como: 128. Horacio Bascuñán Mora. Presidente EE.MM. Secretario de la C. U. T. Partido Comunista”. (Gorosito).
El 11 de noviembre de 1973, dos meses exactos después del golpe, Horacio junto a un grupo de amigos deciden emprender el camino para cruzar los Andes. Buscaron el major lugar entre las montañas para poder pasar la cordillera, a pesar de los consejos de los pobladores que les anticipaban que no sobrevivirían esta aventura. Hallaron los caminos por los que nadie se atrevía a pasar para no ser vistos. Su destino fue Neuquén donde el escritor y poeta que huyó para sobrevivir pasaría el resto de su vida hasta su último suspiro del pasado 24 de febrero pasado. En esa región llegó a ser un referente cultural y político brillante, junto a su poesía, relatos y actividades radiales, con su voz profunda que hacía eco y llegaba al mundo, sin olvidar jamás a Linares, la tierra que tanto amó y añoró.
Dejamos aquí una de sus narraciones más notables publicada en estas páginas ya hace un tiempo.
.
Humito contra la ventolera
-Horacio Bascuñán-
Si por algún achaque inesperado no podían ir a la misa del domingo de ramos al comenzar la semana santa, mis tías se las ingeniaban para que en cambio alguien llevara por ellas los ramitos de olivo para ser bendecidos.Pero eso casi nunca sucedía: siempre iban ellas mismas portando sus ramitos y regresaban con ellos como una joya preciosa.
Mis tías se llamaban Adela la mayor, y Rebeca que le seguía en dos o tres años.
Hermanas de mi padre. Solteras a sus más de 50 años. Vecinas, además, de nuestra casa. Religiosas,
creyentes del cielo, piadosas con los demás, de gesto digno, palabra amable.
A pesar de sus días modestos, con más privaciones que abundancias, a mis tías nunca se la vio solas en su casa. Porque una caterva de sobrinos y sobrinos-nietos poblaban casi todas las tardes las habitaciones y el patio dándoles el quehacer del pan amasado por sus manos, el té con leche y el queso que nunca faltó para cada una de las bulliciosas visitas que éramos con mi hermano, mis hermanas, mis primos...
- Te acuerdas de sus manos? – me hizo notar mi hermano alguna vez, mucho tiempo después - Cuando repartían el pan, lo de menos era el pan. Lo más importante era el gesto de dar: las dos manos abiertas, y el pan ofrecido con un cariño casi manantial, leve y sonriente, que te llenaba primero el alma y después el estómago.
En esa casa de mis tías Adela y Rebeca, heredada de sus padres – mis abuelos- de antiguas raíces agrarias, no era extraño ver sobre el marco de la puerta, desde el interior, una herradura de no se sabe cuánto tiempo ni encontrada en qué camino, clavada en la pared. Para la buena suerte, según ellas.
Y en un rincón menos expuesto, los ramitos de olivo...
Los ramitos de olivo eran, según mis tías, para diversos usos: para calmar dolencias, para sanar heridas, para levantar el ánimo decaído. Pero sobre todo para aplacar las ventoleras.
La ventolera...! Ellas, dos mujeres solas, le tenían miedo al viento que en Linares, muy de vez en cuando, pero alguna vez, se desata junto con la lluvia que barre la calle con su cepillo de agua, en el invierno, limpiando el mundo, llevando zozobra a los pobres de techo precario, a los trabajadores de la faena rural a la intemperie. En mi pueblo se dice que se vino la ventolera.
Mis tías entonces, cuando el viento arreciaba y hacía crujir los techos de tejas de la casa de adobe, en tranquila ceremonia descolgaban el ramito de olivo, sacaban de él algunas hojas, y las echaban sobre el fuego del brasero que entibiaba el invierno.
Era cosa de esperar: las hojas se doraban lentamente, sin arder, despidiendo un humito delgado que inundaba la casa de un aroma extraño. Y allí seguían hasta extinguirse, confundidas con las brasas, mientras afuera el viento se dedicaba a sacudir las calles, a arremolinar el mundo, a obligar a los álamos a inclinarse reverenciando al señor que soplaba y soplaba hasta que le acababan las fuerzas y ya no podía más. Se cansaba el viento. O es que se había encontrado con el humito de las hojas de olivo de mis tías. Y allí frenaba su caballo desatado, y cesaba. En algún momento cesaba.
Yo puedo contar la calma que después quedaba inundándolo todo. Las últimas gotas que seguían con su monótona canción escurriendo del tejado. Y un silencio que se oía a dos cuadras de distancia.
Los incrédulos dirán. Y..¡siempre que llovió, paró!. Pero yo prefiero creer que mis tías Adela y Rebeca hacían parar el viento con sus hojitas de olivo. No estoy aquí para dudarlo.
Es simple: si quienes podían como ellas enfrentar la indiferencia con un solo gesto de sus manos; quienes podían ponerle amor al pan para todos; quienes zurcieron, plancharon, dieron de comer pan de esa manera, no es raro que pudieran también atajar la ventolera.
Cierto es que no pudieron con otras ventoleras que esparcieron como hojas por el mundo a tantos... Que dejaron sin hijo a tanta familia, tanto padre o madre que no volvió más.
Otros, que no teníamos hojitas de olivo contra la ventolera, que peleábamos con otros signos contra el desamparo y la historia adversa, pero que veníamos de la misma antigua marcha, no conseguimos tanto.
Pero prefiero tener como cierto que todavía anda en el aire, en cualquier parte donde estemos, el conjuro de mis tías que sabían parar la ventolera.
Horacio fue alumno del Instituto Politécnico de Linares y en los años 60 llegó a ser funcionario de la Municipalidad y también dirigente de la Central Única de Trabajadores (CUT).
Junto a su amigo Jorge Yáñez Olave formó parte en esa época del grupo “MAS” integrado por poetas, artistas, lectores que se dedicaban a realizar actividades culturales en la comunidad, “en torno a los derechos humanos, la denuncia, siempre con la poesía como principal arma; lo lúdico y la ironía a lo establecido, a las normas, actitud subversiva para la época”- relata Germán Gorosito, escritor argentino, amigo personal de Horacio, autor del libro “La voz de la sombra / Talabarterías y otros poemas”.
A los pocos días del golpe militar de septiembre de 1973, Horacio era conminado a presentarse a través del bando #14 a la jefatura de plaza de la provincia de Linares junto a otros amigos y dirigentes locales. “Horacio está inquieto y escondido, al igual que otros debe tomar una decisión. La muerte se siente cercana y Argentina es una posible salida. Aparece el nombre de Horacio Bascuñán Mora en otros bandos o partes que el ejército hace públicos, y los días pasan, la búsqueda se intensifica.
En el último bando que aparece Horacio está identificado como: 128. Horacio Bascuñán Mora. Presidente EE.MM. Secretario de la C. U. T. Partido Comunista”. (Gorosito).
El 11 de noviembre de 1973, dos meses exactos después del golpe, Horacio junto a un grupo de amigos deciden emprender el camino para cruzar los Andes. Buscaron el major lugar entre las montañas para poder pasar la cordillera, a pesar de los consejos de los pobladores que les anticipaban que no sobrevivirían esta aventura. Hallaron los caminos por los que nadie se atrevía a pasar para no ser vistos. Su destino fue Neuquén donde el escritor y poeta que huyó para sobrevivir pasaría el resto de su vida hasta su último suspiro del pasado 24 de febrero pasado. En esa región llegó a ser un referente cultural y político brillante, junto a su poesía, relatos y actividades radiales, con su voz profunda que hacía eco y llegaba al mundo, sin olvidar jamás a Linares, la tierra que tanto amó y añoró.
Dejamos aquí una de sus narraciones más notables publicada en estas páginas ya hace un tiempo.
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Humito contra la ventolera
-Horacio Bascuñán-
Si por algún achaque inesperado no podían ir a la misa del domingo de ramos al comenzar la semana santa, mis tías se las ingeniaban para que en cambio alguien llevara por ellas los ramitos de olivo para ser bendecidos.Pero eso casi nunca sucedía: siempre iban ellas mismas portando sus ramitos y regresaban con ellos como una joya preciosa.
Mis tías se llamaban Adela la mayor, y Rebeca que le seguía en dos o tres años.
Hermanas de mi padre. Solteras a sus más de 50 años. Vecinas, además, de nuestra casa. Religiosas,
creyentes del cielo, piadosas con los demás, de gesto digno, palabra amable.
A pesar de sus días modestos, con más privaciones que abundancias, a mis tías nunca se la vio solas en su casa. Porque una caterva de sobrinos y sobrinos-nietos poblaban casi todas las tardes las habitaciones y el patio dándoles el quehacer del pan amasado por sus manos, el té con leche y el queso que nunca faltó para cada una de las bulliciosas visitas que éramos con mi hermano, mis hermanas, mis primos...
- Te acuerdas de sus manos? – me hizo notar mi hermano alguna vez, mucho tiempo después - Cuando repartían el pan, lo de menos era el pan. Lo más importante era el gesto de dar: las dos manos abiertas, y el pan ofrecido con un cariño casi manantial, leve y sonriente, que te llenaba primero el alma y después el estómago.
En esa casa de mis tías Adela y Rebeca, heredada de sus padres – mis abuelos- de antiguas raíces agrarias, no era extraño ver sobre el marco de la puerta, desde el interior, una herradura de no se sabe cuánto tiempo ni encontrada en qué camino, clavada en la pared. Para la buena suerte, según ellas.
Y en un rincón menos expuesto, los ramitos de olivo...
Los ramitos de olivo eran, según mis tías, para diversos usos: para calmar dolencias, para sanar heridas, para levantar el ánimo decaído. Pero sobre todo para aplacar las ventoleras.
La ventolera...! Ellas, dos mujeres solas, le tenían miedo al viento que en Linares, muy de vez en cuando, pero alguna vez, se desata junto con la lluvia que barre la calle con su cepillo de agua, en el invierno, limpiando el mundo, llevando zozobra a los pobres de techo precario, a los trabajadores de la faena rural a la intemperie. En mi pueblo se dice que se vino la ventolera.
Mis tías entonces, cuando el viento arreciaba y hacía crujir los techos de tejas de la casa de adobe, en tranquila ceremonia descolgaban el ramito de olivo, sacaban de él algunas hojas, y las echaban sobre el fuego del brasero que entibiaba el invierno.
Era cosa de esperar: las hojas se doraban lentamente, sin arder, despidiendo un humito delgado que inundaba la casa de un aroma extraño. Y allí seguían hasta extinguirse, confundidas con las brasas, mientras afuera el viento se dedicaba a sacudir las calles, a arremolinar el mundo, a obligar a los álamos a inclinarse reverenciando al señor que soplaba y soplaba hasta que le acababan las fuerzas y ya no podía más. Se cansaba el viento. O es que se había encontrado con el humito de las hojas de olivo de mis tías. Y allí frenaba su caballo desatado, y cesaba. En algún momento cesaba.
Yo puedo contar la calma que después quedaba inundándolo todo. Las últimas gotas que seguían con su monótona canción escurriendo del tejado. Y un silencio que se oía a dos cuadras de distancia.
Los incrédulos dirán. Y..¡siempre que llovió, paró!. Pero yo prefiero creer que mis tías Adela y Rebeca hacían parar el viento con sus hojitas de olivo. No estoy aquí para dudarlo.
Es simple: si quienes podían como ellas enfrentar la indiferencia con un solo gesto de sus manos; quienes podían ponerle amor al pan para todos; quienes zurcieron, plancharon, dieron de comer pan de esa manera, no es raro que pudieran también atajar la ventolera.
Cierto es que no pudieron con otras ventoleras que esparcieron como hojas por el mundo a tantos... Que dejaron sin hijo a tanta familia, tanto padre o madre que no volvió más.
Otros, que no teníamos hojitas de olivo contra la ventolera, que peleábamos con otros signos contra el desamparo y la historia adversa, pero que veníamos de la misma antigua marcha, no conseguimos tanto.
Pero prefiero tener como cierto que todavía anda en el aire, en cualquier parte donde estemos, el conjuro de mis tías que sabían parar la ventolera.
Freddy Mora | Imprimir | 851