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domingo 22 de diciembre del 2024
Opinión 04-02-2024
La Eficacia de la Convicción…
Raúl Moris, pbro
Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato.
Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta.
Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él.
Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando».
El les respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido».
Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios. (Mc 1, 29-36)
El relato que nos regala el Evangelista Marcos en el 5to. Domingo del Tiempo durante el año es una apretada y sobria síntesis del ministerio público de Jesús en Cafarnaúm, antes de salir a recorrer el resto de las aldeas polvorientas que lo estaban esperando a lo largo y ancho de Galilea.
Si el fragmento precedente nos llamaba a poner la atención, en la autoridad de Jesús, esa Exusía que brota desde hondura de la existencia entregada a la Voluntad del Padre y se derrama incontenible en las palabras y gestos liberadores del Señor; ahora se nos invita a dirigir la mirada hacia la convicción de Jesús.
La convicción del Señor, que se expresa en la respuesta de Jesús ante el requerimiento de Simón al final de este pasaje, está anclada en la conciencia de la misión y nace de la inquebrantable fe con la que Jesús, en cuanto hombre, y en la práctica perseverante de la oración, se aferra al querer del Padre.
Sabe el Señor que el sentido último de la Encarnación está en la tarea urgente de difundir el amor creador y salvador de Dios por la humanidad, y que esa tarea no permite dilaciones, no permite entretenerse, ni dejarse enredar entre seductores lazos del reconocimiento y de la gratitud que en Cafarnaúm han comenzado a tender en torno suyo.
No es un afán de distanciamiento, no es un afán de huida de las relaciones humanas, lo que motiva la respuesta de Jesús, sino la conciencia de que hay un mundo entero de pobres, sedientos de buenas noticias y que urge salir a su encuentro; de que la salida desde el Padre -la Encarnación- no ha acontecido para terminar instalándose en el seno de una aldea acogedora, dentro de las gratas fronteras de quienes se halagan de tenerlo en medio de ellos, sino para estar dispuesto a recorrer cuanta senda sea precisa para llegar con la noticia del amor de Dios, proclamada con palabras y acciones consistentemente conectadas, allí adonde haya oídos y corazones dispuestos a alegrarse con este anuncio, aunque el camino sea arduo y lo empuje al riesgo de la intemperie, a la desolación del descampado.
Esta convicción de Jesús, no es un porfiado aferrarse a un plan preconcebido, no es la rígida postura de aquellos a los que nada ni nadie los saca de su cauce, ni la presencia de signos que invitan a reconsiderar e incluso a desandar a tiempo la marcha, ni la oportuna evaluación de los pasos que precisan darse; sino el fruto del discernimiento de la propia identidad y misión, que en Jesús –así lo testimonian los Evangelistas- siempre acontece en el marco de la profunda y silenciosa oración al Padre; esa oración que antecede a todas las decisiones y acciones que pueblan su ministerio público.
Esta convicción de Jesús es fecunda y eficaz: se multiplican en torno suyo los hombres y mujeres que se han enterado de su presencia en Cafarnaúm, y quieren ser partícipes del gozo que se desborda en la tranquilidad de esta aldea con la presencia de este hombre que está realizando entre ellos precisamente lo mismo que ha venido a anunciar: el reinado de la Justicia de Dios en medio de los hombres.
Los discípulos, Simón y sus compañeros, se dejan ganar por la fuerza de la convicción y siguen, tras las huellas de Jesús, la salida que los habrá de llevar no solo por todas las aldeas de Galilea, en cuyas sinagogas la inminencia del Reino esta siendo proclamado, en la inmediatez de las palabras y signos liberadores de Jesús, sino más allá de sus fronteras: están a su espera las tierras paganas allende el mar de Galilea, los aguarda también la apóstata Samaria para reconciliarse con su fe, habrá de llegar pronto el día en que atravesarán las puertas de Jerusalén, siempre a punto de estallar, en la agitación y en la expectativa mesiánica.
Esta convicción de Jesús alcanza a su vez y se manifiesta de manera eficaz en la sanación de la Suegra de Pedro: sin mediar palabras, la salvación del Señor, se encarna compasiva en esa mano decidida de Jesús que la levanta del lecho y la dispone al servicio; servicio que ella realiza, sin proferir tampoco palabras: más elocuente es la salud que ha recuperado, para donarse, tal como ella sabe hacerlo -en los pequeños y diligentes gestos del quehacer doméstico- a favor de este hombre que está irrumpiendo y transformando su casa, su familia y su vida entera; más elocuente que cualquier discurso de agradecimiento, que cualquier alabanza, es ese silencio que reconoce en su huésped al Señor que ha salido a regalar vida y dignidad a manos llenas a su pueblo, y le ofrece el homenaje de los sencillos: el mantel puesto y la mesa servida.
Es esta convicción la que hace nacer la Iglesia de los Apóstoles, la que la moviliza y la disemina por los caminos del mundo, la que tiene que seguir siendo proclamada, porque la razón por la cual el Señor ha salido, sigue siendo hoy tan urgente como entonces.
Freddy Mora | Imprimir | 366