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miércoles 13 de noviembre del 2024
Opinión 10-11-2024
LA OFRENDA DE LA VIUDA…
Raúl Moris G., Pbro.
Una nueva variación sobre el tema de la configuración del discípulo vuelve a aparecer en el episodio que hoy nos transmite Marcos y que se sitúa en el recinto del Templo de Jerusalén; Jesús está proponiendo en el centro y corazón de la religiosidad de su pueblo el cambio de actitud que permitirá la apertura a la comunidad de discípulos que ha salido a convocar, propuesta que incluirá un contraejemplo y nuevamente un modelo.
El contraejemplo estará dado en la figura de los Escribas, los expertos en la Ley, maestros en su enseñanza, que poblaban los patios del Templo y las sinagogas; ellos serán el modelo de un falso discipulado; el modelo verdadero saldrá de entre las filas de los pobres, los predilectos del Dios de Israel: la Viuda del Templo.
La responsabilidad de los Escribas era grande respecto de la observancia de la Ley de Moisés; en primer lugar porque, por su oficio y competencia, se autoproclamaban sus custodios e intérpretes auténticos; nadie en Jerusalén podía presumir de un mayor y más acabado conocimiento de la Ley más que ellos, que tenían en sus manos las claves de interpretación del texto: hombres letrados en una sociedad mayoritariamente iletrada; lo que les otorgaba una autoridad incontestable: si alguien en tiempos de Jesús necesitaba conocer y transitar por cualquiera de los intrincados vericuetos por los que discurría la Ley y su comentario, no podía prescindir de los escribas; si alguien precisaba de orientación, religiosa, moral, jurídica, e incluso económica, no podía hacer más que acudir a un perito de este grupo; si había en todo Israel alguien a quien mirar cuando se trataba de tomar ejemplo de observancia de la Ley, sería sin duda un Escriba.
Y así comienza la recomendación de Jesús: con el verbo “mirar”; el Evangelista, sin embargo, va a jugar con el amplio espectro de significados que cubre el verbo griego Blepo, cuya primera acepción es “mirar”, pero se extiende hasta sentidos tan distantes y diametralmente opuestos como “imitar” o incluso, “desconfiar”.
La mirada que invita a dar Jesús sobre los Escribas, alcanza este último sentido: Cuídense de los escribas…, en el sentido de “sean precavidos al momento de seguir sus ejemplos”, guárdense de caer en la misma tentación en la que ellos han caído: la del abuso del poder, la de creerse árbitros infalibles del actuar de los otros, y, por lo mismo, impermeables a todo cuestionamiento; porque si es cierto que nadie conocía el texto de la Ley mejor que ellos, también es cierto que ese conocimiento suyo, no lograba producir en ellos el seguimiento; no lograba transformar su corazón, ni reflejarse en sus actitudes.
El foco de la preocupación de los Escribas a los que alude Jesús -quizá en vista de algunos que, pomposos y señoriales, se paseaban por los patios del Templo, esperando el tímido bajar la cabeza de la multitud en señal de aprobación pública y temeroso acatamiento- se centra no en la Ley y su observancia, sino en ellos mismos, feliz elite del saber y del poder, que da el conocer y el saber administrar los arcanos de la palabra.
El Escriba de Mc 12, 32 felicitaba a Jesús por haber respondido correctamente a la pregunta acerca del primero de los mandamientos, y se sentía obligado, a su vez, de añadir un comentario que dejara en claro su propia y eminente posición de maestro, que no puede quedarse callado, si se trata hacer algún comentario piadoso y edificante acerca de los preceptos, que constituyen la quintaesencia de la Ley; sin embargo estos preceptos conocidos, y brillantemente comentados por los Escribas, al parecer no lograban romper la impermeable burbuja de autoafirmación dentro de la cual los Escribas vivían y medraban a sus anchas.
Los verbos, en efecto, con los que el Evangelista va a retratar el actuar de los escribas en este pasaje, sólo dan cuenta de esta autoafirmación, de su pecado -contra el prójimo y contra Dios- sólo dan cuenta de su avasallador y pernicioso centrarse en ellos mismos: pasearse, ser saludados, ocupar los primeros puestos; llenos de vanidad se han erigido ellos mismos como modelos, como objeto del aplauso público, de la veneración de los sencillos, pisando firme en la seguridad que han encontrado en el honor tributado, y de los títulos de los que hacen ostentación.
Si este pecado de vanidad, de miope egoísmo que les hace ver pequeño y despreciable todo aquello que esté más allá de su propia esfera de autosuficiencia, pudiera parecer todavía excusable, Jesús añade: que devoran los bienes de las viudas fingiendo hacer largas oraciones… Aquí el pecado contra el primero y el segundo de los mandamientos es abierto y flagrante: no se trata sólo de haber olvidado su práctica por estar enteramente ocupados en ellos mismos, lo que sería omisión, fruto de su vanidad; sino que se añaden dos acciones directas contra Dios y el prójimo: la insaciable rapacidad de su ambición, y la falsa piedad, al comerciar con lo sagrado.
Cómo van a ser creíbles estos escribas cuando comentan el precepto del amor al prójimo, si son capaces de hacer depredación del más débil, de la viuda, aprovechándose de su indigencia y de su temor religioso, y cómo va a ser creíbles cuando hablan del amor a Dios con la totalidad del ser, si su oración, si el ejercicio de su piedad es fingimiento, mera representación, instrumento al servicio de su implacable voracidad.
La contrapartida, el modelo imitable para el verdadero discípulo, lo va a proporcionar la segunda parte de este Evangelio: la viuda que acude a dejar su ofrenda al Templo.
El escenario no ha cambiado, sólo se ha efectuado un desplazamiento de Jesús y sus discípulos por los patios hasta llegar a las inmediaciones de la sala del tesoro, sin embargo, la escena humana es radicalmente distinta, aparece la figura de la viuda, que ha sido anunciada, como al pasar, en los versículos anteriores.
Si quisiéramos buscar la figura del máximo desvalimiento en el pueblo de Israel, la figura de la total y más absoluta indigencia, ésta sería la de la mujer anciana y viuda.
El pobre, si era varón, podía buscar con sus propias manos la supervivencia, el huérfano podía crecer y hacerse hombre para intentar labrar su propio honor, una mujer, en cambio, pasada la edad fértil, si enviudaba sin hijos, se encontraba en la más absoluta indigencia, sólo le quedaba una salida: la mendicidad, (es preciso recordar en este punto que en la cultura en donde vivía Jesús, la mujer no era sujeto de derecho, no podía administrar ella misma sus bienes si es que los tenía, era considerada inhábil frente a la Ley); una viuda sola, sólo tiene uno en quien poder confiar: Dios, sólo en Él puede encontrar a su Go-Él, su Defensor, su Vengador, su Redentor: ésta es la prédica insistente de los profetas. Y es en la figura de la viuda en donde Jesús encuentra el modelo de confianza en Dios y desprendimiento que anda buscando.
Ambas historias se sitúan en el marco, -frecuente en algunos relatos del Antiguo Testamento- de la doctrina de la retribución; sin embargo, en la ofrenda de la Viuda en el tesoro del Templo, sólo hay desprendimiento; abandono absoluto y confiado en las manos de Dios, el gesto de la Viuda implica entregarse por entero al querer del Señor, al donar lo poco que tiene para vivir, ha dado el ejemplo que los discípulos han de imitar.
El Evangelio no nos dice cómo continúa la historia de esta viuda, sólo nos pone de cara al signo que reviste su acción. El Evangelio hace silencio acerca de cómo respondió Dios a su confianza, para que quede más de manifiesto la valiente hondura de su esperanza; la esperanza del que sabe que sólo en Dios se puede confiar, la esperanza que han de tener el que no reservándose nada, pone su vida, sus aspiraciones, sus esperanzas en el plan del Señor, para que Él pueda hacerlo su Verdadero Discípulo.
Una nueva variación sobre el tema de la configuración del discípulo vuelve a aparecer en el episodio que hoy nos transmite Marcos y que se sitúa en el recinto del Templo de Jerusalén; Jesús está proponiendo en el centro y corazón de la religiosidad de su pueblo el cambio de actitud que permitirá la apertura a la comunidad de discípulos que ha salido a convocar, propuesta que incluirá un contraejemplo y nuevamente un modelo.
El contraejemplo estará dado en la figura de los Escribas, los expertos en la Ley, maestros en su enseñanza, que poblaban los patios del Templo y las sinagogas; ellos serán el modelo de un falso discipulado; el modelo verdadero saldrá de entre las filas de los pobres, los predilectos del Dios de Israel: la Viuda del Templo.
La responsabilidad de los Escribas era grande respecto de la observancia de la Ley de Moisés; en primer lugar porque, por su oficio y competencia, se autoproclamaban sus custodios e intérpretes auténticos; nadie en Jerusalén podía presumir de un mayor y más acabado conocimiento de la Ley más que ellos, que tenían en sus manos las claves de interpretación del texto: hombres letrados en una sociedad mayoritariamente iletrada; lo que les otorgaba una autoridad incontestable: si alguien en tiempos de Jesús necesitaba conocer y transitar por cualquiera de los intrincados vericuetos por los que discurría la Ley y su comentario, no podía prescindir de los escribas; si alguien precisaba de orientación, religiosa, moral, jurídica, e incluso económica, no podía hacer más que acudir a un perito de este grupo; si había en todo Israel alguien a quien mirar cuando se trataba de tomar ejemplo de observancia de la Ley, sería sin duda un Escriba.
Y así comienza la recomendación de Jesús: con el verbo “mirar”; el Evangelista, sin embargo, va a jugar con el amplio espectro de significados que cubre el verbo griego Blepo, cuya primera acepción es “mirar”, pero se extiende hasta sentidos tan distantes y diametralmente opuestos como “imitar” o incluso, “desconfiar”.
La mirada que invita a dar Jesús sobre los Escribas, alcanza este último sentido: Cuídense de los escribas…, en el sentido de “sean precavidos al momento de seguir sus ejemplos”, guárdense de caer en la misma tentación en la que ellos han caído: la del abuso del poder, la de creerse árbitros infalibles del actuar de los otros, y, por lo mismo, impermeables a todo cuestionamiento; porque si es cierto que nadie conocía el texto de la Ley mejor que ellos, también es cierto que ese conocimiento suyo, no lograba producir en ellos el seguimiento; no lograba transformar su corazón, ni reflejarse en sus actitudes.
El foco de la preocupación de los Escribas a los que alude Jesús -quizá en vista de algunos que, pomposos y señoriales, se paseaban por los patios del Templo, esperando el tímido bajar la cabeza de la multitud en señal de aprobación pública y temeroso acatamiento- se centra no en la Ley y su observancia, sino en ellos mismos, feliz elite del saber y del poder, que da el conocer y el saber administrar los arcanos de la palabra.
El Escriba de Mc 12, 32 felicitaba a Jesús por haber respondido correctamente a la pregunta acerca del primero de los mandamientos, y se sentía obligado, a su vez, de añadir un comentario que dejara en claro su propia y eminente posición de maestro, que no puede quedarse callado, si se trata hacer algún comentario piadoso y edificante acerca de los preceptos, que constituyen la quintaesencia de la Ley; sin embargo estos preceptos conocidos, y brillantemente comentados por los Escribas, al parecer no lograban romper la impermeable burbuja de autoafirmación dentro de la cual los Escribas vivían y medraban a sus anchas.
Los verbos, en efecto, con los que el Evangelista va a retratar el actuar de los escribas en este pasaje, sólo dan cuenta de esta autoafirmación, de su pecado -contra el prójimo y contra Dios- sólo dan cuenta de su avasallador y pernicioso centrarse en ellos mismos: pasearse, ser saludados, ocupar los primeros puestos; llenos de vanidad se han erigido ellos mismos como modelos, como objeto del aplauso público, de la veneración de los sencillos, pisando firme en la seguridad que han encontrado en el honor tributado, y de los títulos de los que hacen ostentación.
Si este pecado de vanidad, de miope egoísmo que les hace ver pequeño y despreciable todo aquello que esté más allá de su propia esfera de autosuficiencia, pudiera parecer todavía excusable, Jesús añade: que devoran los bienes de las viudas fingiendo hacer largas oraciones… Aquí el pecado contra el primero y el segundo de los mandamientos es abierto y flagrante: no se trata sólo de haber olvidado su práctica por estar enteramente ocupados en ellos mismos, lo que sería omisión, fruto de su vanidad; sino que se añaden dos acciones directas contra Dios y el prójimo: la insaciable rapacidad de su ambición, y la falsa piedad, al comerciar con lo sagrado.
Cómo van a ser creíbles estos escribas cuando comentan el precepto del amor al prójimo, si son capaces de hacer depredación del más débil, de la viuda, aprovechándose de su indigencia y de su temor religioso, y cómo va a ser creíbles cuando hablan del amor a Dios con la totalidad del ser, si su oración, si el ejercicio de su piedad es fingimiento, mera representación, instrumento al servicio de su implacable voracidad.
La contrapartida, el modelo imitable para el verdadero discípulo, lo va a proporcionar la segunda parte de este Evangelio: la viuda que acude a dejar su ofrenda al Templo.
El escenario no ha cambiado, sólo se ha efectuado un desplazamiento de Jesús y sus discípulos por los patios hasta llegar a las inmediaciones de la sala del tesoro, sin embargo, la escena humana es radicalmente distinta, aparece la figura de la viuda, que ha sido anunciada, como al pasar, en los versículos anteriores.
Si quisiéramos buscar la figura del máximo desvalimiento en el pueblo de Israel, la figura de la total y más absoluta indigencia, ésta sería la de la mujer anciana y viuda.
El pobre, si era varón, podía buscar con sus propias manos la supervivencia, el huérfano podía crecer y hacerse hombre para intentar labrar su propio honor, una mujer, en cambio, pasada la edad fértil, si enviudaba sin hijos, se encontraba en la más absoluta indigencia, sólo le quedaba una salida: la mendicidad, (es preciso recordar en este punto que en la cultura en donde vivía Jesús, la mujer no era sujeto de derecho, no podía administrar ella misma sus bienes si es que los tenía, era considerada inhábil frente a la Ley); una viuda sola, sólo tiene uno en quien poder confiar: Dios, sólo en Él puede encontrar a su Go-Él, su Defensor, su Vengador, su Redentor: ésta es la prédica insistente de los profetas. Y es en la figura de la viuda en donde Jesús encuentra el modelo de confianza en Dios y desprendimiento que anda buscando.
Ambas historias se sitúan en el marco, -frecuente en algunos relatos del Antiguo Testamento- de la doctrina de la retribución; sin embargo, en la ofrenda de la Viuda en el tesoro del Templo, sólo hay desprendimiento; abandono absoluto y confiado en las manos de Dios, el gesto de la Viuda implica entregarse por entero al querer del Señor, al donar lo poco que tiene para vivir, ha dado el ejemplo que los discípulos han de imitar.
El Evangelio no nos dice cómo continúa la historia de esta viuda, sólo nos pone de cara al signo que reviste su acción. El Evangelio hace silencio acerca de cómo respondió Dios a su confianza, para que quede más de manifiesto la valiente hondura de su esperanza; la esperanza del que sabe que sólo en Dios se puede confiar, la esperanza que han de tener el que no reservándose nada, pone su vida, sus aspiraciones, sus esperanzas en el plan del Señor, para que Él pueda hacerlo su Verdadero Discípulo.
Freddy Mora | Imprimir | 181
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