domingo 22 de septiembre del 2024
El Diario del Maule Sur
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Opinión 26-03-2023
LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA…


Raúl Moris G.; Pbro.





Con el relato de la resurrección de Lázaro, concluye el Libro de los Signos, la sección central del Evangelio según San Juan, aquella en que el Evangelista agrupa las acciones portentosas realizadas por Jesús, suficientes para que la identidad del Señor quede manifiesta a los discípulos: su verdadera humanidad y su plena divinidad.

Uno de los elementos notables de la cristología del Cuarto Evangelio consiste precisamente en la economía de acciones que el Evangelista selecciona para mostrar de manera simultánea la doble naturaleza de Cristo; el método escogido para la evangelización de la comunidad del Discípulo Amado no será la de la cristología ascendente, que es el común a los Evangelios Sinópticos, método que nos conduce por un camino gradual que parte del Jesús hombre, que sale a anunciar el Reino, hasta hacernos llegar, después de contemplar sus enseñanzas y sus milagros, a la afirmación de la divinidad de Cristo; afirmación que hacen, primero, los Discípulos del círculo más cercano a Jesús, con Pedro a la cabeza, y finalmente los destinatarios remotos del anuncio universal de la salvación (como en Marcos, el primer Evangelio, el Centurión al pie de la Cruz).

El modo de transmitir la buena noticia del Señor que el Cuarto Evangelio escogió será distinto: el de los Signos en los que la humanidad de Jesús transparenta desde el inicio su divinidad (al comienzo, en el relato del primer signo, el realizado en las Bodas de Caná, concluye anunciándola ya con la mención de la Gloria y de la relación de fe que empiezan a construir los Discípulos con el Señor, ante quien se postran [cf Jn 2, 11]); mientras que su divinidad queda siempre mediada por su radical humanidad, de modo de que no se olvide la primera afirmación del Evangelio: que se trata del anuncio del Verbo hecho carne de una vez y para siempre, del Dios que ha escogido la humanidad para habitar en ella y con ella para la eternidad, hasta el punto de que en la culminación del anuncio: en la manifestación gloriosa del Resucitado, las marcas del Crucificado allí están, transfiguradas, pero presentes, para manifestar la voluntad de esta unión indisoluble en Jesucristo del Creador con su creatura.

El relato de la resurrección de Lázaro comenzará con la afirmación de la humanidad del Señor en la mención del afecto que lo une con la familia de Betania; será insistente el Evangelista en mencionar el cariño que une a Jesús con Lázaro y sus hermanas, un cariño del todo y profundamente humano.

Si el verbo con que el amor de Dios se manifiesta en el Cuarto Evangelio es el verbo agapao y su sustantivo agape; (el “discípulo amado”, el agapetós, será objeto de este amor sin reservas, totalmente difusivo de sí, que revela el del Padre Creador) y en el v 5, se declara que este amor, es el que une a Jesús con esta familia; en este mismo pasaje el Evangelista insistirá en el verbo phileo y su sustantivo philos, que sitúa la relación de Jesús con Lázaro dentro de los márgenes de un afecto entrañablemente humano: Lázaro será el amigo de Jesús, ese amigo de la vida, con el que se suponen compartidos momentos de intimidad, de conocimientos mutuos, de tiempo gratuito pasado en compañía; ese amigo, al que no se le elige después de un equilibrado cálculo de ventajas y desventajas, sino que simplemente, y sin que lo esperemos ni lo busquemos, aparece en nuestro horizonte, y con el cual se hace tan grato recorrer jornadas, enfrentar desafíos, crecer en la intimidad de ese otro, que nos acompaña y nos confronta; ese amigo al que Jesús se resiste ver muerto, ese amigo que hace brotar lágrimas de aflicción de los ojos del Señor.

Humana amistad de Jesús con Lázaro, que se enmarca en la línea que la tradición conoció primero: esa relación mayor, de discipulado en el amor, que unía a Jesús con las dos hermanas de Betania: estas dos mujeres, que abren su casa, su confianza y su corazón al Señor, el relato del vínculo que une a Jesús con esta casa, y el modo en como este vínculo se expresa, está fielmente tomado de la semblanza que nos dejó Lucas (cf. Lc 10, 38-41), en su Evangelio, escrito por lo menos un par de décadas antes que el Cuarto Evangelio.

Aquí, también es Marta la que valiente y decididamente asume su rol de dueña de casa, de cabeza de esta familia, es ella quien sale al encuentro de Jesús, lo interpela abiertamente, y se deja instruir por Él y se rinde a su presencia; inquieta, pero discípula al fin; discípula que no asumirá el rostro de una adhesión sumisa e irracional a la persona del Maestro, sino que se siente con la plena confianza de abordarlo desde su dolor, discípula que se permite un momento de rebelión ante la ineludible potestad de la muerte: su “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”, no es una expresión serena, dolorida pero resignada, que espera el fácil consuelo de unas vagas palabras de compromiso, susurradas en el abrazo del pésame; Marta, sin duda, profiere estas palabras en tono de reproche, con los dientes apretados, con los puños crispados de quien está tratando de refrenar el agudo dolor de la pérdida y del desgarro, y espera una respuesta que saque de escena el sinsentido que se cierne a su derredor.

Sin embargo, es también Marta, la Discípula fiel, la que habrá de pasar de la fe en la resurrección, confesada por el pueblo de Israel, enseñada por los fariseos, aprendida desde su infancia, de la boca de su padre o de su madre, -fe que ella expone con fidelidad en el diálogo con Jesús-, hasta la proclamación de fe en el Señor de la Vida, ahora pronunciada en el encuentro personal con el amigo que está frente a ella, y le revela el título mesiánico con el que el Cuarto Evangelio cierra el Libro de los signos: Yo soy la Resurrección y la Vida, el Señor, que viene a vencer la muerte con este signo, que será anuncio y preludio, en el orden temporal, de su propia y definitiva Resurrección: la irrupción de la eternidad que transforma para siempre la economía del tiempo.

Por su parte, María, sigue siendo la discípula de la contemplación silenciosa, cuya confianza no necesita palabras para ser expresada, pero que con su silencio conmueve profundamente el corazón de Jesús conduciéndolo decididamente a la manifestación del signo.

Aquí, es el Cristo, Señor y Siervo, que confiadamente se pone en las manos del Padre para que el signo de la vida acontezca, y así se revele la Voluntad primera del Padre que nos ha llamado para la Vida en plenitud, pero es también el hombre Jesús, que se estremece y también se rebela ante la brutalidad de la muerte.

El texto va a declarar dos actitudes de Jesús frente a la muerte del amigo: la primera: la convencida confianza del Señor de que la muerte no puede ser la última palabra que se pronuncia sobre el hombre, que en el plan original de Dios ha sido creado para tener luz y vida, para que, conociendo en este mundo la velada luz y la discreta vida que la naturaleza nos proporciona, aprenda a anhelar con vehemencia la luz indefectible y la vida sin ocaso.

Por eso, Jesús, conociendo la situación en la que se encuentra el amigo, declara lúcida y abiertamente ante el estupor y la incomprensión de sus discípulos, que la enfermedad de Lázaro no tendrá como fin la muerte, aunque, de hecho, cuando esta declaración acontece, ya se encuentre en el sepulcro.

La segunda actitud estará señalada por la conmoción y el dolor que experimenta Jesús delante de las hermanas y de la multitud que se reúne a consolarlas. La conmoción que será distinta de la compasión, de la profunda y entrañable empatía con el dolor de la humanidad que Jesús experimenta en muchos episodios recogidos por los Evangelios Sinópticos, esa compasión que los testigos intentan recoger con el verbo splankhnizomai, que remite en griego a la contracción visceral, a las entrañas del Señor que se aprietan y angustian cuando ve el dolor que sienten los pobres, los enfermos, los pequeños, los excluidos.

Aquí, la conmoción será diversa, tanto como el verbo que Juan emplea: Embrimáomai, verbo que recoge más bien la indignación, esa profunda desazón y rebeldía que una situación injusta nos produce, a la rabia contenida que nos estremece y nos perturba cuando vemos una situación de hecho, que, en derecho, no debería estar sucediendo.

Esto es lo que sucede con Jesús al enfrentar la muerte del amigo; su humanidad no puede permanecer impávida, no puede haber consuelo, ni menos resignación, en esa circunstancia; la muerte no puede ser el fin que Dios ha preparado para los proyectos humanos, para los anhelos del hombre, para el amor, que los hombres vamos aprendiendo a cultivar en el transcurso del peregrinar por el mundo, para la memoria que vamos guardando de los momentos que la vida nos va deparando y que atesoramos porque la sabemos única, preciosa e irrepetible; la muerte y el sepulcro no puede ser el fin de la aventura humana; el admitir que este anhelo de eternidad lo ha de cercenar la muerte, que de repente aparece y lo trunca todo: la vida interrumpida sin aviso, las palabras que pudimos pronunciar y quedaron para siempre encerradas dentro de nuestros labios, sellados para siempre, yertos esperando la disolución en el fondo del sepulcro, el recuerdo de la amistad apagándose en la frialdad inexorable de la losa del sepulcro que impávida contempla el paso del tiempo, sería aceptar sin más una broma macabra; cómo anunciar a un Dios de misericordia y compasión, y jugarse la vida en ese anuncio, si finalmente la última palabra sobre todos los proyectos humanos la pronuncia irrevocable la sorda muerte, ante la cual no hay plegaria que valga.

Pero es el mismo Jesús, el verbo de Dios hecho carne, quien se rebela ante la muerte del amigo y esta Rebelión se transforma en ocasión propicia de Revelación: éste será el signo definitivo, vencida la muerte, que ha hecho presa de Lázaro, Jesús se nos revela en su humanidad doliente y condolida, como el Señor triunfante; podemos mirar de frente al Misterio: detrás de nuestra propia muerte, se alza espléndida la vida imbatible, y nos espera el radiante resplandor de la Resurrección.

Freddy Mora | Imprimir | 490