sábado 14 de septiembre del 2024
El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 01-09-2024
LA TRADICIÓN DE LOS ANTEPASADOS…
Raúl Moris G. Pbro

La controversia que se establece en este pasaje del Evangelio según San Marcos entre Jesús y los Fariseos, nos invita a detenernos a mirar más de cerca una cuestión fundamental: cómo es la calidad de las relaciones que establecemos en ese ámbito de nuestra vida que llamamos Religión; cuál es nuestra actitud frente a los ritos y tradiciones que hemos recibido de nuestros padres, con los cuales expresamos, hacemos visible y público lo que pensamos, creemos y sentimos acerca del vínculo que nos une a Dios y a quienes comparten esa misma vivencia de fe.

Es preciso, sin embargo, hacer algunas consideraciones de carácter antropológico y cultural para poder entender en qué honduras está penetrando este Evangelio.

Las acciones rituales son parte constituyente del modo como nos relacionamos tanto entre nosotros como con el Señor, no han nacido simplemente porque sí, porque a alguien se le ocurrió que las cosa fueran tal como son, sino por la necesidad que sentimos de manifestar, reconocer y compartir con otros, de manera visible aquello que constituye nuestro universo invisible; los seres humanos estamos abiertos a la trascendencia, nos es connatural la apertura hacia aquello que no vemos con nuestros ojos, pero que nos llena de inquietud y de esperanza, y la necesidad de responder a Aquél, de quien de alguna manera sentimos y afirmamos, nos ha puesto en medio del mundo para establecer con nosotros un diálogo de amor; nos sentimos llamados además a comunicar entre nosotros esa inquietud y esa esperanza, que nos parece un tesoro para compartir.

De esta manera y desde los primeros pasos de la humanidad –donde quiera que ésta ha dejado su huella en el mundo- hemos ido señalando con gestos y signos, que celebramos y enseñamos a celebrar a nuestros hijos, a aquellos que queremos, a los que consideramos “de los nuestros”, que lo que aquí hacemos -en el espacio visible en el que nos movemos, en el que entretejemos nuestras vidas- resuena en ese ámbito invisible, y asimismo responde a la voz que desde allí nos convoca con elocuencia desde el momento en que nos ha llamado a la vida; algunos siglos después de escrito el Evangelio de hoy, San Agustín comenzaba a dialogar con Dios, en su libro más íntimo: Las Confesiones, diciendo: “Nos has creado para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en Ti”.

Ése es el sentido primero de los ritos en la religión: recordarnos y enseñarnos a reconocer esa apertura que vincula el cielo con la tierra, hacernos gustar a través de todos los sentidos aquello que trasciende los sentidos, pero que se deja manifestar por éstos: desde las manos alzadas al cielo para señalar que estamos haciendo oración, hasta el incienso que se eleva solemne inundando de olor extraordinario el sitio en donde nos hemos congregado; desde la arquitectura de los templos que desafía la gravedad empinándose hacia lo alto, hasta el pan y el vino que compartimos con unción; desde el color de las vestimentas sacerdotales con las que queremos transmitir que lo que estamos haciendo en el momento de la celebración no es otra cosa sino la irrupción de lo sagrado -de lo reservado a Dios- en medio del continuo ir y venir de nuestro día, hasta las voces que se conciertan para entonar cantos, que manifiesten mejor que el sonido ordinario de nuestras palabras, nuestro deseo de entrar en comunión con el Señor.

Sin embargo este vehículo que son las acciones rituales conlleva un riesgo que también acecha en el fondo de nuestra mentalidad, se trata del riesgo de olvidar que el signo es precisamente eso y solo eso: un signo; que éste nos remite por evocación a otra realidad, invisible, trascendente, y comenzar por tanto a cultivar el signo ritual por si mismo y desde si mismo, como si se tratara de una acción de carácter mágico, que si no se hace de un modo puntilloso y estricto, pierde entonces su eficacia, que si no se hace del exacto mismo modo como siempre se ha hecho entonces carece de toda validez.

Esto sucede cuando olvidamos que el signo ritual es sólo una herramienta que viene en ayuda de nuestra sensibilidad para poder alzar la vista más allá de lo que nuestros ojos alcanzan a ver, y lo convertimos en el centro de nuestras preocupaciones religiosas, cuando lo convertimos en algo parecido a una tabla que nos puede salvar del naufragio de nuestras convicciones en el vendaval de los tiempos y nos aferramos a ella ciegamente, reduciendo toda la riqueza de la relación a la cual hemos sido invitados por el Señor, a una cuestión de gestos rigurosos, palabras pronunciadas de tal o cual manera, porfiada fidelidad a gestos estancados en el pasado, sin considerar que los signos, como todo lo humano, poseen un desarrollo orgánico: nacen, crecen, maduran, envejecen, y eventualmente, llegan a morir, en el avance incontenible de la historia. O cuando consideramos el rito como un dispositivo de salvación, que basta con operarlo para que obre como si poseyera una una eficacia propia, independiente de la fe, y de la rectitud de intención que anima nuestro deseo de establecer comunicación con lo sagrado.

Aquí se encuentra el centro de los cuestionamientos cruzados entre Jesús y los Fariseos, estos últimos, aferrados a la tradición ritual de sus mayores, cuidadosamente depurada hasta el más mínimo detalle; Jesús, por su parte, emplazándolos a comprender que primero que los ritos está el hombre, que éstos están a nuestro servicio para venir en nuestra ayuda en el intento por responder a la llamada del Señor; que lo que verdaderamente importa no es el templo, sino el Dios que habita, se oculta y se revela habitando al interior del templo.

Que una religiosidad centrada en lo externo, en los ritos y en los gestos, por bellos y venerables que éstos sean, termina convirtiéndose en un asunto de museo, rígida en la perfecta concreción de sus más ínfimos detalles, pero incapaz de dar cuenta del diálogo amoroso para el cual hemos sido creados, diálogo que nos implica por entero: lo que pensamos y sentimos, lo que hacemos y decimos, pero también -y sobretodo- aquello que -difícilmente expresado de otra manera- late dentro nuestro y se esfuerza muchas veces con dificultad por salir al encuentro del Señor; diálogo que se va enriqueciendo a medida que vamos incorporando las infinitas voces de la experiencia humana a la inagotable, persistente y única llamada que nos conduce a la vida, brotando incontenible del amor con que Dios se prodiga hacia nosotros.
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Freddy Mora | Imprimir | 240