lunes 16 de septiembre del 2024
El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 06-09-2024
Nostalgia de los juegos olvidados

Tily Vergara



“La nostalgia es una lejanía que duele”; hace un tiempo me encontré con esa sentencia en una revista y me pareció tan profunda y verdadera porque, analizando su contenido, llegan muchas vivencias, añoranzas y surge el deseo de rescatar lo pasado y traerlo, por arte de magia a este turbulento presente. Puede que sea un ejercicio propio de la vejez donde recordar otros tiempos se hace un hábito y llega algo que alimenta el ánimo con optimismo y nos hace olvidar los constantes malestares propios de la edad.
Esa lejanía que duele, más bien reconforta. Duele porque ya pasó pero sabemos que recordar ayuda y nos recrea en ese pasado y sentimos lo mismo por un instante que, por ser tan breve, lo atesoramos para que no se vaya definitivamente al olvido.
Recuerdo los juegos infantiles que ya no se practican en el presente para desgracia de las nuevas generaciones. Ahora hay otros intereses, otras entretenciones que la tecnología tiene a mano y es más fácil acceder a ello que dibujar un “luche” con carbón, llenar con arena o tierra una lata vacía de betún de zapatos; infalible artículo para arrastrarlo con el pie y volver sin pisar las rayas, luego de superar la primera etapa que consiste en tirar la lata (pesada debido a la arena) en cada uno de los ocho cuadros que forman el avión del luche. Juego entretenido que requiere algo de habilidad.
La payaya. Generalmente se confeccionaban con cuescos secos de nísperos y se unían con aguja e hilo formando una especie de pulsera, varias se extendían en una superficie lisa todo dependía de la habilidad de tirar una para arriba y en ese minúsculo intervalo tratar de coger para sí, todo las que se podía, antes de recibir la que se lanzó al aire. Era una verdadera proeza lograr el cometido.
La del diez: con una pelota de tamaño mediano se golpeaba la pared a cierta distancia. A medida que descendía la cuenta era más complicada la maniobra para hacer piruetas con las manos sin que la pelota tocara el suelo. Había reglas previamente establecidas para el juego.
Los niños se entretenían jugando al “bolo”. Había bolos y polcas. La chita y cuarta, la trolla, juegos comunes a la salida de la escuela. Hincados hacían un círculo en la tierra donde colocaban cierto número de bolos o polcas; el jugador tenía que impulsar con precisión la polca para sacar el mayor número de bolos, era lo ideal que con menos tiradas el círculo quedara vacío. Todo lo hacían en cuclillas ejercicio que dejaba huellas en los pantalones para enojo de las madres. Había diversidad de juegos con los bolos, los niños se entretenían en las variadas competencias.
Pa pa la gallina que se va y los pollos van atrás. Los niños y niñas formaban un trencito que pasaba por un puente formado por los brazos extendidos de dos jugadores. El último del tren quedaba aprisionado para contestar una preferencia: melón o sandía, todo en voz baja para que los demás no escucharan. Se armaban dos filas tras cada pilar del “puente”. Al completarse el juego ambos bandos probaban la fuerza. La columna que pasaba la raya, ganaba.
“Azúcar candia paso por prenda, tengo un negrito que me la venda, pasé por aquí vendiendo ají a todos les di menos a ti, el que la tenga se quede calladito.” Con las manos unidas de tal manera que la moneda o algo parecido la recibiera el participante sin chistar que la tenía. El que no adivinaba tenía que dar una prenda y para recuperarla se le otorgaba la penitencia.
Todos aquellos juegos y muchos más, eran sanos y entretenidos. Su práctica se va perdiendo en el tiempo y produce un pequeño escozor recordarlos como si faltara cierta ternura de la infancia. Como si todo quedara incompleto.
Antes, calles sin pavimento, niños jugando en la vereda, rondas por aquí y por allá, acompañados por el infaltable animalito que observa y participa corriendo tras una pelota. Las claras voces infantiles se confunden entre trinos y ladridos. La calma y la confianza de que no había peligro para estar jugando fuera de casa era algo natural. Así sucedía todo.
Ahora, hay calles pavimentadas, mucha locomoción, mucho ruido, las aves huyeron y no hay lugar despejado para jugar a las bolitas ni al luche. Tampoco hay seguridad para que los niños jueguen “al pillarse” en las veredas, ni siquiera en las plazoletas. La desconfianza llegó para quedarse. Los patios son pequeños y los departamentos carecen de ellos. Los niños frente al computador y celular. Hay poco tiempo para la convivencia familiar .
El mundo, este universo esplendoroso que nos maravilla con tanto adelanto y va creando necesidades que antaño ni se soñaban, este mundo que informa al instante cualquier novedad, este mundo que nos ata a cosas insospechadas haciéndonos más dependientes de lo inútil e innecesario, es el que nos tocó vivir. Nos amargamos con temas de la actualidad, con cierta morbosidad buscamos solamente cosas negativas y si aparece como una pequeña lucecita una noticia positiva, ni siquiera reparamos en ella porque hay otras luces que enceguecen la posibilidad de disfrutar de lo bueno y sencillo.
Todo lo que significa detenerse a explorar las cosas buenas y que estén al alcance, nos fortalece para enfrentar la adversidad. Recordar lo pasado es un pequeño ejercicio que inconcientemente clasifica y desecha los malos momentos, los sacrificios y privaciones que nunca faltaron. Se engrandece en las evocaciones lo que realmente nos causó felicidad, lo demás sólo es una huella en el recuerdo.
A medida que hay más descubrimientos que facilitan el diario vivir, se van perdiendo costumbres que son importantes para la recreación y la sanidad mental tan necesaria en este tiempo y por eso, refugiarse en el pasado es un bálsamo.
Nostalgia, sí es una lejanía que duele, ese dolor se atenúa con la facultad de recordar lo que vivimos. Lo que de verdad entristece es no contar con la esperanza de volver a esos tiempos.
Freddy Mora | Imprimir | 290