domingo 27 de octubre del 2024
El Diario del Maule Sur
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Opinión 27-10-2024
¿QUÉ QUIERES QUE HAGA POR TI? Raúl Moris G., Pbro.
Concluye la extensa sección acerca de las condiciones del discipulado en Marcos con el episodio del ciego Bartimeo a las puertas de Jericó, camino a Jerusalén. Si los relatos de curaciones poseen siempre un trasfondo simbólico y catequético en los Evangelios, el episodio de Bartimeo, el mendigo ciego del camino, será la ilustración y el compendio de toda la enseñanza acerca de qué significa llegar a ser discípulo de Jesús.

Incluso el nombre del personaje es en sí mismo una síntesis del plan trazado por Marcos para presentar cómo la buena noticia de Jesús es para un nuevo pueblo de convocados, en el que la frontera insalvable entre Israel y los paganos ha quedado superada. No se menciona el nombre del Ciego de Betsaida, con quien se inicia esta sección, y que nos mostraba el discipulado como un proceso gradual de apertura al don de Dios y al acompañamiento de Jesús para llegar a convertir la mirada hasta llegar a ver como nos ve el Señor; sin embargo este último ciego, el del último milagro narrado por Marcos en el trayecto hacia Jerusalén, hacia la Pasión, posee un nombre que lo vincula con el doble origen del nuevo pueblo: es Bartimeo, el hijo (en hebreo, bar) de Timeo, un personaje de nombre griego, por lo demás significativo, llamarse Timeo, equivale a ser declarado honorable y capaz dar honrar (timao); En Bartimeo se manifiesta el discípulo nuevo, aquel cuyas raíces se hunden tanto en la cultura judía como en la griega; aquél que estaba esperando la llamada de Jesús para acercarse a él y dejar que le abriera los ojos, para adquirir una dignidad nueva, no proveniente de la sangre ni de la condición social, sino nacida del reconocimiento de Jesús como Señor, Maestro y Salvador.

¡Jesús Hijo de David, ten piedad de mí!... Lo primero que se destaca es el modo en que el ciego llama la atención de Jesús, la forma que adquiere su petición. El ciego va a llamar a Jesús con el título mesiánico que declara su realeza, lo reconoce como aquel en el que se cumple la promesa del Rey que, desde el mismo tronco familiar de la dinastía comenzada por el David, sería suscitado por Dios, para animar la esperanza del pueblo de la elección en medio de los avatares de su dolorosa historia; ¿Quién es este Bartimeo, entonces, que se hace eco de este anhelo mesiánico? Es uno que ya ha recibido una primera evangelización, uno de los que se hace parte de este pueblo que espera confiado en que el Señor no habrá de olvidar lo que desde antiguo prometió.

Para poder ahondar, sin embargo, en el sentido de la interpelación del ciego hay que volver sobre las peticiones hechas a Jesús en dos momentos precedentes: la del Hombre rico, en Mc 10, 17b: “Maestro bueno, ¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?” y la de los Hijos de Zebedeo en 10, 35b: “Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir”.

El comienzo de cada petición es similar; se abren con un apelativo que da cuenta del reconocimiento de quién es Jesús; los diversos solicitantes no están, por tanto, recién conociéndolo, han hecho un camino de encuentro (como lo ha hecho Pedro, en el momento en que llama primero y a nombre de la comunidad de apóstoles “Mesías” a Jesús), sin embargo este tiempo de encuentro es sólo la antesala para la verdadera relación que éste les propone: la del seguimiento del discípulo; han partido bien, han sabido reconocer la plena identidad del Señor, aún velada por el abajamiento y la carne, sin embargo, el modo como continúa la oración es la que marca la diferencia entre el que sólo está situado en punto de partida, en el momento del encuentro, y aquél que está entrando ya en la senda del discípulo: la apelación del Joven rico y la de Santiago y Juan, comparten otro elemento: la autoafirmación; en el primero, de la propia capacidad para gestionar la entrada en la vida, en los segundos, de la propia voluntad frente a la voluntad del Señor.

El Rico, no quiere, ni puede abandonar su propio modo de hacer las cosas cuando se dirige a Jesús, lo que él busca es saber la fórmula, el método para apropiarse de la vida eterna, y adquirirlo, no está en su horizonte el que su propia salvación pueda depender de otro distinto a él mismo; el que pueda alcanzarse no con el esfuerzo de acaparar, sino por mediante el confiado abandono en el querer del Señor, y la respuesta de Jesús es clara: no es por acumulación ni por apropiación que se adquiere la vida eterna, no es un bien para ser ganado, ni menos comprado, sino para ser recibido gratuito y, paradojalmente, en medio del más absoluto ejercicio de despojamiento.


Aquí es donde la interpelación del ciego es radicalmente distinta: centrada no en sí mismo, ni en su capacidad, ni en su voluntad, sino centrada en la empática cercanía de Jesús y en la voluntad de Dios. Bartimeo se erige así en modelo de discípulo y maestro en el ejercicio de la oración confiada y abandonada en las manos del Señor, es por eso que cada vez que la Iglesia se reúne a celebrar al Señor en la Eucaristía, o viene a pedir la gracia de parte de Dios en los sacramentos, vuelve una y otra vez a repetir las palabras del mendigo: “Ten piedad de mí”, única oración, junto con la del propio Señor: el Padre nuestro, en donde con sencillez, el que ora se pone por entero a disposición de la voluntad de Dios, declarando que Él sabe ser compasivo, sabe cuán dependientes somos de Su misericordia.

Entonces llamaron al ciego y le dijeron: “¡Ánimo, levántate! Él te llama…” El Evangelista está escribiendo estas palabras para una comunidad eclesial que tiene que aprender cuán importante es su dimensión medianera y misionera, es por eso que en estas palabras sitúa la acción de la Iglesia en medio de un mundo que ofrece resistencias al llamado del Señor: el ciego grita clamando en dirección de Jesús, la multitud lo intenta acallar, el ciego no se arredra, sino que insiste, la oposición ambiental a su clamor no sirve de obstáculo verdadero, sino de estímulo para el verdadero discípulo; sin embargo, ha de mediar la acción decidida de la Iglesia, es ella la que debe salir al encuentro del que está a la vera del camino, es ella quien ha de anunciar la buena noticia del querer del Señor, y a partir de esta noticia, dicha abiertamente y con claridad, animar al que busca encontrarse con Él.

El ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él… Con este gesto, el ciego de Jericó será también modelo de decidido y radical despojamiento; cabría preguntarse: ¿De qué se despoja en realidad Bartimeo? Siendo mendigo, no parece ser comparable arrojar el manto a vender todo lo propio, a dejar la seguridad que da la posesión abundante de bienes, como se le exige al Joven Rico, sin embargo, el gesto es proporcionalmente el mismo.

La situación de este hombre va a cambiar y él está dispuesto a abrazar el cambio: va a pasar de ser mendigo, objeto público de la conmiseración, reconocido como un protegido del Dios que cuida del pobre, de la viuda y del huérfano, y que ha dispuesto como gesto meritorio y piadoso en el pueblo de Israel el ejercicio de la limosna; a ser un arriesgado aventurero seguidor de este otro aventurero, que escandaliza a los bien pensantes, que pone en tela de juicio a su propia cultura, que va con paso decidido a convertirse en objeto de desprecio, a dejarse inmolar en la cruz. Bartimeo está dispuesto a emprender esta senda y su decisión se manifiesta en el ímpetu del gesto: en el salto para levantarse y allegarse con premura a Jesús.

¿Qué quieres que haga por ti?... A primera vista, la pregunta que Jesús hace al ciego: ¿Qué quieres que haga por ti? parece estar demás: la ceguera de Bartimeo, el puesto de mendigo junto al camino, son suficientemente elocuentes; bien podría Jesús haber hecho el milagro de devolverle la vista, a partir de un gesto que brotara de la compasión que habría despertado en el Señor la contemplación de la situación del ciego; el ciego podría haber sido el objeto mudo de la gracia, y haberse quedado alabando al Señor por la vista recobrada; ¿Por qué hace Jesús al ciego esa pregunta que parece tener una respuesta tan evidente? Porque Bartimeo tiene nombre, para Jesús es un sujeto que se yergue desde su indigencia delante suyo y tiene voz, ese nombre está grabado en el corazón del Señor, y esa voz clama por ser escuchada; y Jesús presta oído; no se conforma con ver la situación del ciego, es preciso para el Señor darle la dignidad que adquiere aquel que percibe que su clamor encuentra eco en el oído de quien ha salido en su búsqueda. El oído de Jesús se ensancha para acoger la súplica, para confirmar su esperanza haciendo visible la presencia de ese Dios que desde lo alto se inclina y escucha la plegaria del pobre.

Con esta pregunta Jesús nos está señalando un camino nuevo, proponiendo un nuevo aprendizaje para relacionarnos como Iglesia, como comunidad: no basta con tener a los pobres, a los vulnerados, a los desplazados, delante nuestro para hacerlos objeto de nuestra acción asistencial, nos quedamos lejos y cortos si solo hacemos esto, y más aún, les estamos restando dignidad, y añadiendo una vulneración, o incluso haciéndonos cómplices de su postergación, si pretendemos inclinarnos hacia ellos y acudir con nuestra ayuda y nuestra conmiseración, salvaguardando así la distancia, manteniéndola intacta, involucrándonos desde lo alto de nuestros resguardados sitiales, desde un cómodo “buenismo”.


Maestro, que yo recobre la vista… En las palabras de Bartimeo, se expresa el deseo genuino del que ha comprendido qué significa de verdad que el Señor nos convierta en discípulos: recuperar la vista, entorpecida por la experiencia del pecado, entorpecida por una historia de autoafirmación, para ponerse en disposición de aprender a mirar de nuevo el mundo y nuestra propia vida desde la mirada del Señor, para aprender a pensar como Dios, como le insistía Jesús a Pedro, para aprender a recibir la invitación de Dios a la vida -con toda su complejidad- como un regalo, acogido desde la sencillez y el desprendimiento de quien no está para reivindicar méritos sino para simplemente dejarse amar por Dios, para aprender qué significa beber del cáliz de la voluntad del Padre, que siempre nos quedará grande, cáliz que nos sabrá tan a menudo amargo; para aprender a pedir misericordia, y decidirnos a entrar confiados al camino abierto por el andar de Jesús.
Freddy Mora | Imprimir | 100