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sábado 18 de enero del 2025
Opinión 29-10-2024
UN ENCUENTRO EN LA PALABRA
Taller Literario de la
“AGRUPACIÓN CULTURAL GERMÁN MOURGUES BERNARD”
Un Caiquén en el Maule
Antonia de María
Los días grises me provocan algo así como una pequeña euforia. Ese viento suavemente frío de otoño se me adentra por los poros y revitaliza mi espíritu. Me hacen sentir alegre. Las veredas de Linares, sobre todo las menos céntricas, tienden a levantarse con las raíces de los árboles, los aromos blancos, tan propios de esta zona, son especialistas en tejer bajo la tierra, enormes redes entrelazando sus dedos toscos y aguzados solo para acabar con la paciencia de quienes quieran exterminarlos. Y en ello no hay soberbia ¿saben? Solo un enorme deseo de no perecer.
A mí me mandaron al pan donde el señor “Ojos Zarcos” en la esquina de Carmen con Esperanza. Sí, ya estaba un poco mayor como para que me mandaran, pero es que ustedes no conocían a mi mamá y por lo demás lo prefiero al calor agobiante de las estufas prendidas en la casa y los braseros de la cocina. Cuando era chica, la calle Esperanza se transformaba en un río en invierno y el patio de mi casa se inundaba justo hasta el borde de la construcción, tanto que con los árboles y los arbustos se convertía en una hermosa postal. En medio de aquello, justo al final del parrón, donde había un jardín tapizado de violetas y calas se erigía la gruta de la Virgen de Lourdes, que un tío evangélico gustaba de insultar, causándole pesar a mi madre. Detrás, se erigía un hermoso álamo que sobrevive hasta hoy y un enorme jazminero servía de velo a la gruta. Imagínense ahora todo eso rodeado de aguas teñidas de todos los verdes de esos árboles. A mí me parecía el paraíso.
Atravesé la intersección de la calle con lentitud, saboreando cada paso que daba, hasta ingresar al negocio. Había dos mujeres con muletas, hermanas, vecinas de tanto tiempo, vistas tantas veces que parecían parte del entorno y me preguntaron educadamente por la salud de mi mamá, a la que seguramente vieron el día anterior; un segundo después, un hombre joven, antes que yo, pregunta algo ininteligible y el “Ojo Zarco” le pasa un puñado de calugas; al darse la vuelta, sin embargo, me miró directamente, con sus ojos profundos, de un color indefinible como de tierra mezclada con cielo y mucho de locura. Me intimidó. No puedo decir exactamente que me asustó. El señor “Ojo Zarco” me contó que vivían al frente, que su mamá lo llevó a Estados Unidos y que de allá volvió así. Mi cabeza busca explicaciones razonables, tal vez se trate de aquellas condiciones mentales que surgen después de la adolescencia, tan poco comprendidas en aquellos tiempos.
Por esos días me fui a la universidad, el mundo se me hacía cada vez más pequeño, a medida que avanzaba en mi carrera. Vi más cosas de las que quise ver, otras cosas, diferentes, semejantes, extrañas, fui acumulando letras, imágenes, sensaciones, personas, nuevos amigos, éxitos, fracasos, en un saco que parecía que nunca se iba a llenar. Venía poco a Linares y cuando venía, era toda una celebridad, cada vez más delgada según mi madre y cada vez más soberbia según mi padre. Ese fin de semana largo me iba después del almuerzo, por eso fui a misa en la mañana a la Parroquia del Rosario, unas cuadras más allá, en la calle Brasil. Allí llegó también el extraño de ojos profundos, vestía un impermeable colorido de manchas, olía mal, usando unas gafas como de aviador y un sombrero tejano, se veía más viejo, más acabado y tuve la buena fortuna de no hacer contacto visual, aunque su presencia me seguía sobrecogiendo. Se persignó teatralmente en medio de la misa y como no pudo acceder a las monedas de la caja de las mandas a la Virgen de la Pompeya, optó por llevarse las de la ofrenda que estaba en los canastitos. Luego se puso de rodillas y guardó un silencio reverente. En la Iglesia, todos hicimos silencio; el sacerdote sonrió y detuvo a otro señor que quería obligarlo a irse. Me di cuenta también, que los niños no le temían. La misa terminó y yo solo quería llegar rápido a la casa.
Me preguntaba a qué insondable misterio había asociado yo al extraño, qué era lo que me intimidaba, ¿su excentricidad? ¿su carencia de límites? O tal vez a una inteligencia supra racional que nos convertía a todos en muñecos de taca taca, sin la posibilidad de expandirnos, sin la osadía necesaria de aventurarnos en parajes mentales que, por inexplorados, se vuelven desconocidos. O mejor aún, tenía tan grande cualidad histriónica que se burlaba de nuestras cadenas, de nuestras cárceles reales o inventadas o construidas para no vulnerar nuestras comodidades. ¿De dónde venía su libertad? ¿de sí mismo o de sus ancestros? ¡Qué pregunta! Se parece a la otra, a la bíblica: ¿Quién pecó? ¿éste o sus padres?
Después me contaron que se enamoró, una polinésica con nombre de flor le robó el corazón y le dio sentido y propósito a su vida, que ella a veces se tomaba el pelo como en cola de caballo y se soltaba unos mechones en la frente para sentirse más bonita, que se veían felices juntos, que su hogar era la calle, que él tocaba batería con un tarro y que ella bailaba, que eran amables y que la gente de taca taca, como yo, los quería, que ella murió y que solo ahí se supo que era de Isla de Pascua. Como los caiquenes magallánicos, él se quedó, esperó a la muerte para volver a reunirse con su amada y un día cualquiera, casi ocho años después, él tampoco despertó. Se llamaba Manuel Ortiz, pero la gente le decía Pink Floyd.
“AGRUPACIÓN CULTURAL GERMÁN MOURGUES BERNARD”
Un Caiquén en el Maule
Antonia de María
Los días grises me provocan algo así como una pequeña euforia. Ese viento suavemente frío de otoño se me adentra por los poros y revitaliza mi espíritu. Me hacen sentir alegre. Las veredas de Linares, sobre todo las menos céntricas, tienden a levantarse con las raíces de los árboles, los aromos blancos, tan propios de esta zona, son especialistas en tejer bajo la tierra, enormes redes entrelazando sus dedos toscos y aguzados solo para acabar con la paciencia de quienes quieran exterminarlos. Y en ello no hay soberbia ¿saben? Solo un enorme deseo de no perecer.
A mí me mandaron al pan donde el señor “Ojos Zarcos” en la esquina de Carmen con Esperanza. Sí, ya estaba un poco mayor como para que me mandaran, pero es que ustedes no conocían a mi mamá y por lo demás lo prefiero al calor agobiante de las estufas prendidas en la casa y los braseros de la cocina. Cuando era chica, la calle Esperanza se transformaba en un río en invierno y el patio de mi casa se inundaba justo hasta el borde de la construcción, tanto que con los árboles y los arbustos se convertía en una hermosa postal. En medio de aquello, justo al final del parrón, donde había un jardín tapizado de violetas y calas se erigía la gruta de la Virgen de Lourdes, que un tío evangélico gustaba de insultar, causándole pesar a mi madre. Detrás, se erigía un hermoso álamo que sobrevive hasta hoy y un enorme jazminero servía de velo a la gruta. Imagínense ahora todo eso rodeado de aguas teñidas de todos los verdes de esos árboles. A mí me parecía el paraíso.
Atravesé la intersección de la calle con lentitud, saboreando cada paso que daba, hasta ingresar al negocio. Había dos mujeres con muletas, hermanas, vecinas de tanto tiempo, vistas tantas veces que parecían parte del entorno y me preguntaron educadamente por la salud de mi mamá, a la que seguramente vieron el día anterior; un segundo después, un hombre joven, antes que yo, pregunta algo ininteligible y el “Ojo Zarco” le pasa un puñado de calugas; al darse la vuelta, sin embargo, me miró directamente, con sus ojos profundos, de un color indefinible como de tierra mezclada con cielo y mucho de locura. Me intimidó. No puedo decir exactamente que me asustó. El señor “Ojo Zarco” me contó que vivían al frente, que su mamá lo llevó a Estados Unidos y que de allá volvió así. Mi cabeza busca explicaciones razonables, tal vez se trate de aquellas condiciones mentales que surgen después de la adolescencia, tan poco comprendidas en aquellos tiempos.
Por esos días me fui a la universidad, el mundo se me hacía cada vez más pequeño, a medida que avanzaba en mi carrera. Vi más cosas de las que quise ver, otras cosas, diferentes, semejantes, extrañas, fui acumulando letras, imágenes, sensaciones, personas, nuevos amigos, éxitos, fracasos, en un saco que parecía que nunca se iba a llenar. Venía poco a Linares y cuando venía, era toda una celebridad, cada vez más delgada según mi madre y cada vez más soberbia según mi padre. Ese fin de semana largo me iba después del almuerzo, por eso fui a misa en la mañana a la Parroquia del Rosario, unas cuadras más allá, en la calle Brasil. Allí llegó también el extraño de ojos profundos, vestía un impermeable colorido de manchas, olía mal, usando unas gafas como de aviador y un sombrero tejano, se veía más viejo, más acabado y tuve la buena fortuna de no hacer contacto visual, aunque su presencia me seguía sobrecogiendo. Se persignó teatralmente en medio de la misa y como no pudo acceder a las monedas de la caja de las mandas a la Virgen de la Pompeya, optó por llevarse las de la ofrenda que estaba en los canastitos. Luego se puso de rodillas y guardó un silencio reverente. En la Iglesia, todos hicimos silencio; el sacerdote sonrió y detuvo a otro señor que quería obligarlo a irse. Me di cuenta también, que los niños no le temían. La misa terminó y yo solo quería llegar rápido a la casa.
Me preguntaba a qué insondable misterio había asociado yo al extraño, qué era lo que me intimidaba, ¿su excentricidad? ¿su carencia de límites? O tal vez a una inteligencia supra racional que nos convertía a todos en muñecos de taca taca, sin la posibilidad de expandirnos, sin la osadía necesaria de aventurarnos en parajes mentales que, por inexplorados, se vuelven desconocidos. O mejor aún, tenía tan grande cualidad histriónica que se burlaba de nuestras cadenas, de nuestras cárceles reales o inventadas o construidas para no vulnerar nuestras comodidades. ¿De dónde venía su libertad? ¿de sí mismo o de sus ancestros? ¡Qué pregunta! Se parece a la otra, a la bíblica: ¿Quién pecó? ¿éste o sus padres?
Después me contaron que se enamoró, una polinésica con nombre de flor le robó el corazón y le dio sentido y propósito a su vida, que ella a veces se tomaba el pelo como en cola de caballo y se soltaba unos mechones en la frente para sentirse más bonita, que se veían felices juntos, que su hogar era la calle, que él tocaba batería con un tarro y que ella bailaba, que eran amables y que la gente de taca taca, como yo, los quería, que ella murió y que solo ahí se supo que era de Isla de Pascua. Como los caiquenes magallánicos, él se quedó, esperó a la muerte para volver a reunirse con su amada y un día cualquiera, casi ocho años después, él tampoco despertó. Se llamaba Manuel Ortiz, pero la gente le decía Pink Floyd.
Freddy Mora | Imprimir | 236