Hoy
sábado 21 de diciembre del 2024
Opinión 15-10-2024
UN ENCUENTRO EN LA PALABRA Taller Literario de la “AGRUPACIÓN CULTURAL GERMÁN MOURGUES BERNARD”
HISTORIA DE PUENTES TRUNCADOS
Gabriela Mourgues
Hay puentes en la vida que el universo siembra y otros propiciados por nosotros. Construir, imaginar, o soñar un puente comienza cuando sentimos la necesidad de llegar a otro lugar, alcanzar otra orilla. En la construcción es necesario al menos, un arquitecto que primeramente con su conocimiento y videncia sueñe este proyecto y otros que planifiquen su trayecto, su comienzo y su final.
En este caso particular, dos seres necesitaban un puente, Desde sus naves, en el tranquilo mar de una, y en el mar proceloso del otro, entre las agitadas olas, se vislumbraron. Y ambos atisbaron la dulce recompensa de un encuentro. Se habían divisado, adivinado en la lejanía y querían llegar uno al otro, pero lamentablemente para ellos, desde lugares distintos y hacia muy, muy diferentes orillas.
Un río de desconocimiento mutuo los separaba. Entre ellos, había un largo valle de sombras. No sólo ese natural abismo que separa a cada humano de otro. Formación, costumbres, familia, educación, sentimientos, más las experiencias de cada uno hasta entonces. Ambos demasiado jóvenes, y entre los dos, una sima. Y el despeñadero.
Ella vivía por calle Nacimiento arriba. Más allá de la escuela de artillería, más allá del cruce ferroviario que se había tomado tantas vidas, por el paso del tren o los asaltos, esa “cruzada de la muerte”, tan nombrada. Dicen que su casa estaba cerca del “Quita Penas”.
Tenía hermanas, una o más. No sé cuántas. Pero deben haber sido bellas, porque los linarenses de ese tiempo, tan crueles en sus apelativos, las habían excluido de su mordacidad porque eran conocidas con el elogioso nombre de la familia de “las muñecas”.
A comienzos de los años cincuenta, las muñecas de porcelana no eran un juguete, sino mucho más. Una primorosa pieza de artesanía de rostros, manos y pies altamente frágiles, vestimentas cuidadosamente elaboradas, de delicados bordados y encajes. Las muñecas eran regalos que se entregaba a las niñas sólo una vez en su vida para después guardarlas cuidadosamente en un baúl para preservarlas. Tal como el corazón de sus pequeñas dueñas, así debía ser, era la costumbre, la tradición. Protegerlas de todo roce, suciedad o golpe que pudiera afectar su límpida belleza hasta que crecieran y se casaran.
La mamá de las muñecas de la calle Nacimiento cuidaba a sus hijas como hueso santo. Así crecieron, encerradas en su casa, pasando de los cuentos de príncipes, princesas y castillos, a las novelitas, siempre bordando, tejiendo o aprendiendo los secretos de la naveta de frivolité, los palillos y el crochet.
Ellas soñaban con que algún día sus príncipes llegarían a este rincón de pueblo. Y para una de ellas, sólo para una, él fatídicamente llegaría. No montado sobre un caballo, sino levantando una nube de polvo en la calle de tierra y entre el estruendo de una motocicleta.
Tan bello y moreno con una sonrisa blanca y interesante que a la niña le pareció un galán de cine. Había pasado muchas veces ante la casa. Detrás de las cortinas bordadas, ella se asomaba tímidamente. Después de un tiempo, él comenzó a dejar papelitos en la reja de la ventana. Ocasionalmente, cambiaron unas pocas palabras.
Ella soñaba todo el día con su sonrisa y en las noches se dormía en un camino florido. Él estaba preso del misterio de esa mirada clara y toda su gracia natural de enamorada. Habló con su madre, pidiéndole permiso para visitarla. La mamá, tan ingenua como sus queridas hijas, se dejó engañar. Y una de esas tardes de verano el motociclista invitó a la muñeca a dar una vuelta, a pasear.
Lamentablemente para los sentimentales, aquí la historia culmina abruptamente. Lo que ella soñó y lo que él buscaba eran horizontes muy diferentes. Los puentes que cada uno comenzó a construir estaban tan alejados, tan lejanos y separados que se rompieron dramáticamente. Y jamás llegaron a la otra orilla, trágicamente derrumbados en su comienzo, hundiéndose en un abismo.
Porque a los protagonistas de esta historia nunca se les vio regresar. Como todos los cuentos, novelas y películas, todo siempre termina. Y como si fuera un filme triste, después de las dulces, alegres notas del comienzo, la banda sonora nos acerca violentamente al trágico desenlace con acordes tan penetrantes que se nos clavan en el pecho. Y descendemos, expectantes, descendemos hasta que se escucha el tema de cierre, la dolorosa canción final.
Porque días después ella apareció ensangrentada, con la falda levantada, asesinada… Y él se había sumergido para siempre en las más profundas oscuridades de la vida.
…………………………………..
Aclaración final: la muchacha que apodaban “muñeca”, sus hermanas, la calle Nacimiento de Linares, el joven de la motocicleta, el crimen; todo eso son hechos reales, que sucedieron hace ya lejanos años... en nuestro querido pueblo.
Lo demás… lo imaginé yo.
Gabriela Mourgues
Hay puentes en la vida que el universo siembra y otros propiciados por nosotros. Construir, imaginar, o soñar un puente comienza cuando sentimos la necesidad de llegar a otro lugar, alcanzar otra orilla. En la construcción es necesario al menos, un arquitecto que primeramente con su conocimiento y videncia sueñe este proyecto y otros que planifiquen su trayecto, su comienzo y su final.
En este caso particular, dos seres necesitaban un puente, Desde sus naves, en el tranquilo mar de una, y en el mar proceloso del otro, entre las agitadas olas, se vislumbraron. Y ambos atisbaron la dulce recompensa de un encuentro. Se habían divisado, adivinado en la lejanía y querían llegar uno al otro, pero lamentablemente para ellos, desde lugares distintos y hacia muy, muy diferentes orillas.
Un río de desconocimiento mutuo los separaba. Entre ellos, había un largo valle de sombras. No sólo ese natural abismo que separa a cada humano de otro. Formación, costumbres, familia, educación, sentimientos, más las experiencias de cada uno hasta entonces. Ambos demasiado jóvenes, y entre los dos, una sima. Y el despeñadero.
Ella vivía por calle Nacimiento arriba. Más allá de la escuela de artillería, más allá del cruce ferroviario que se había tomado tantas vidas, por el paso del tren o los asaltos, esa “cruzada de la muerte”, tan nombrada. Dicen que su casa estaba cerca del “Quita Penas”.
Tenía hermanas, una o más. No sé cuántas. Pero deben haber sido bellas, porque los linarenses de ese tiempo, tan crueles en sus apelativos, las habían excluido de su mordacidad porque eran conocidas con el elogioso nombre de la familia de “las muñecas”.
A comienzos de los años cincuenta, las muñecas de porcelana no eran un juguete, sino mucho más. Una primorosa pieza de artesanía de rostros, manos y pies altamente frágiles, vestimentas cuidadosamente elaboradas, de delicados bordados y encajes. Las muñecas eran regalos que se entregaba a las niñas sólo una vez en su vida para después guardarlas cuidadosamente en un baúl para preservarlas. Tal como el corazón de sus pequeñas dueñas, así debía ser, era la costumbre, la tradición. Protegerlas de todo roce, suciedad o golpe que pudiera afectar su límpida belleza hasta que crecieran y se casaran.
La mamá de las muñecas de la calle Nacimiento cuidaba a sus hijas como hueso santo. Así crecieron, encerradas en su casa, pasando de los cuentos de príncipes, princesas y castillos, a las novelitas, siempre bordando, tejiendo o aprendiendo los secretos de la naveta de frivolité, los palillos y el crochet.
Ellas soñaban con que algún día sus príncipes llegarían a este rincón de pueblo. Y para una de ellas, sólo para una, él fatídicamente llegaría. No montado sobre un caballo, sino levantando una nube de polvo en la calle de tierra y entre el estruendo de una motocicleta.
Tan bello y moreno con una sonrisa blanca y interesante que a la niña le pareció un galán de cine. Había pasado muchas veces ante la casa. Detrás de las cortinas bordadas, ella se asomaba tímidamente. Después de un tiempo, él comenzó a dejar papelitos en la reja de la ventana. Ocasionalmente, cambiaron unas pocas palabras.
Ella soñaba todo el día con su sonrisa y en las noches se dormía en un camino florido. Él estaba preso del misterio de esa mirada clara y toda su gracia natural de enamorada. Habló con su madre, pidiéndole permiso para visitarla. La mamá, tan ingenua como sus queridas hijas, se dejó engañar. Y una de esas tardes de verano el motociclista invitó a la muñeca a dar una vuelta, a pasear.
Lamentablemente para los sentimentales, aquí la historia culmina abruptamente. Lo que ella soñó y lo que él buscaba eran horizontes muy diferentes. Los puentes que cada uno comenzó a construir estaban tan alejados, tan lejanos y separados que se rompieron dramáticamente. Y jamás llegaron a la otra orilla, trágicamente derrumbados en su comienzo, hundiéndose en un abismo.
Porque a los protagonistas de esta historia nunca se les vio regresar. Como todos los cuentos, novelas y películas, todo siempre termina. Y como si fuera un filme triste, después de las dulces, alegres notas del comienzo, la banda sonora nos acerca violentamente al trágico desenlace con acordes tan penetrantes que se nos clavan en el pecho. Y descendemos, expectantes, descendemos hasta que se escucha el tema de cierre, la dolorosa canción final.
Porque días después ella apareció ensangrentada, con la falda levantada, asesinada… Y él se había sumergido para siempre en las más profundas oscuridades de la vida.
…………………………………..
Aclaración final: la muchacha que apodaban “muñeca”, sus hermanas, la calle Nacimiento de Linares, el joven de la motocicleta, el crimen; todo eso son hechos reales, que sucedieron hace ya lejanos años... en nuestro querido pueblo.
Lo demás… lo imaginé yo.
Freddy Mora | Imprimir | 269