martes 24 de septiembre del 2024
El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 22-10-2023
UNA IMAGEN Y UNA INSCRIPCIÓN…

Raúl Moris G. Pbro.


Muchas veces se ha malinterpretado este pasaje del Evangelio según San Mateo, mejor dicho, se le ha querido instrumentalizar dándole una interpretación tendenciosa, como si el Logion final “Devuelvan al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, significara la separación de las esferas, la política por un lado (y junto con la política, la economía, la opinión sobre los asuntos que pertenecen al “mundo”) y por otro lado, la religión, una muy bien acotada moral, y la fe (como si éstas fuesen cuestión de sacristía); así, cuando se quiere acallar la ineludible misión profética de cada uno de los miembros de la Iglesia, tanto desde derechas, como izquierdas, con celeridad se suele escuchar esta expresión; también se suele escuchar lamentablemente en boca de los propios cristianos cuando se resisten a asumir que la fe, -profesada y bien vivida- implica opciones que no se pueden disimular, clamores que no se pueden amordazar, conlleva la ardua tarea y valiente tarea de asumir que tenemos que ser políticamente incorrectos, supone discernir todas nuestras acciones y decisiones -tanto las privadas como las públicas- a la luz de las exigencias que la buena noticia de Jesús nos propone.

Tales interpretaciones no se sostienen si miramos con un poco de cuidado este episodio; primero para dimensionar cuál es la trampa que –declara Mateo- quisieron tenderle a Jesús sus adversarios y, en segundo lugar, cuál es el modo que el Señor tiene no sólo de librarse de ella, sino de convertirla en una ocasión de elevar la mirada e iluminar, desde la dimensión del Eterno, los conflictos y compromisos que hemos de enfrentar en medio de la vida en comunidad.

La trampa comienza por el empeño de armar una curiosa alianza: la de los discípulos de los Fariseos y los Herodianos; ¿qué tenían estos dos grupos o partidos en común? sólo el deseo de sorprender en falta a Jesús para tener el pretexto de acabar con su incómoda presencia e influencia. Resulta cundo menos sospechosa esta colusión entre Herodianos y Fariseos, que eran, de hecho, adversarios políticos.

Mientras los Fariseos se enorgullecían de provenir de los Hasideos, que en tiempo de Judas Macabeo, por defender la fe y el cumplimiento de la Ley, se habían alzado valiente y decididamente en contra de la dominación helenística, y por tanto habían legado a sus descendientes la tarea de ser los celosos custodios de la pureza del Judaísmo, de la singularidad del Pueblo de Israel, en virtud de la Alianza, frente al resto de los pueblos, (las Naciones); los Herodianos, es decir, los partidarios de la Casa de Herodes, rey vasallo, impuesto por Roma, si hubieran vivido en ese tiempo, habrían sido más bien cercanos al partido de los Helenistas que no sólo habían aceptado la dominación extranjera, sino que la habían aplaudido, adoptando las costumbres de los invasores -aún a costa de relativizar lo más posible los preceptos de la ley- con tal de no perder sus prebendas y privilegios. Los Herodianos en el tiempo de Jesús, apoyaban convencidos el mantenimiento de la dinastía de Herodes el Grande, repartida en los Tetrarcas, sus descendientes, todo gracias a la obediencia que profesaban a sus actuales e indiscutidos señores: los Romanos: el argumento de los Herodianos era pragmático: pagar el impuesto al Imperio nos asegura la paz, Roma ha llegado con su organización, ha pacificado la tierra por donde avanzan a salvo las caravanas de los mercaderes, ha mejorado los caminos y extendido sus acueductos, el impuesto es el costo de estos beneficios.

Así las cosas, no había coincidencia alguna de criterios entre unos y otros, salvo el querer cerrar el cerco de la trampa a Jesús, en el momento en que se encuentran cara a cara con Él.

Los Fariseos creían haber encontrado la ocasión propicia para acallar de una vez por todas la boca de Jesús: emplazarlo con un lenguaje sinuoso, hasta hacerle declarar públicamente su posición en relación con los impuestos –esta declaración –esperaban- lo habría de condenar de una u otra manera: si respondía aceptando abiertamente el pago de los impuestos, los Fariseos habrían tenido la excusa para acusarlo de falso profeta y cómplice del opresor; si respondía en forma negativa, habrían sido los Herodianos los que podían elevar la acusación de sedicioso y zelota.

El recurso usado por Jesús para su respuesta, por cierto, no será un modo de eludir la cuestión y intentar quedar bien con unos y otros, sino un logrado intento de situar la discusión a un nivel que la trasciende, que de paso puso en evidencia la inconsistencia de los Fariseos, y que se erige como Buena Noticia e itinerario de discernimiento, cuando se trate de dilucidar la posición de los cristianos en materias de ciudadanía y justicia.

Las monedas del Imperio Romano se parecían a las nuestras, tenían cara y sello: el rostro del Emperador y su inscripción; qué novedad hay en esto, podríamos preguntarnos, para nosotros ninguna, pero para los interlocutores de Jesús sí.

Las monedas judías no podían tener grabada la imagen ni de un hombre ni de un animal (en la “cara” normalmente tenían grabada una figura geométrica o la figura de una planta o de una flor) esto por la observancia al precepto de la Ley de no hacerse imágenes de modo de evitar a toda costa la idolatría.

¿Qué hacen entonces estos Fariseos, que quieren hacerle una pregunta capciosa a Jesús, con una moneda del César en la bolsa, cuyo rostro, grabado en ella, viola el precepto? el pillado en falta podría no ser Jesús, sino ellos mismos que parecen olvidarse alegremente de la Ley, tan celosamente exigida hacia los demás, cuando el bolsillo manda, o la conveniencia apremia.

Ante la pregunta acerca de la licitud de pagar el impuesto, Jesús responde, entonces, a su vez con otra: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?” ¿Podría acaso pasar inadvertida a un Fariseo la alusión al libro del Génesis (Gn 1, 26), en donde se habla de una imagen mayor que la de las monedas del Imperio; la imagen de Dios mismo impresa en cada hombre y mujer desde el momento de la creación? ¿Podrían acaso olvidar las palabras de los profetas (Cf. Jer 31,33) que habían hablado de una Ley mayor que la misma Ley escrita –y de la cuál ésta no es sino el reflejo-, Ley inscrita no ya en piedra, sino en lo profundo de los corazones de los hombres?

La respuesta de Jesús se yergue con claridad asombrosa: No se trata de elegir entre Dios o el César, no están situados al mismo nivel; la imagen de Dios impresa en cada hombre y mujer que viene a este mundo, también incluye al César, y la honra o el temor que pudiera inspirar el César están subordinados al respeto y a la prioridad que merece cualquier ser humano, portador de esta imagen más indeleble que cualquiera grabada en moneda alguna; las monedas que el Imperio ha puesto en circulación pueden ser restituidas al César, por qué no, si su imagen en ellas indica su pertenencia; pero hay una pertenencia mayor que es preciso recordar cada vez que tengamos delante nuestro a un hombre, a nosotros mismos, o a cualquiera con quien habremos de establecer relación.

Éste es el itinerario señalado para cuando los cristianos nos veamos en situación de tener algo que decir en política –situación que no podemos eludir porque hacerlo es faltar a nuestra vocación de profetas- al César lo que es del César, pero sobre el César y sobre sus leyes, sobre sus decisiones y decretos está el hombre -cada hombre y cada mujer- portador de la preciosa imagen de Dios, que no podemos abaratar, que no podemos transar, que no podemos pretender borrar ni disfrazar; qué hemos hecho con esa imagen, y con sus portadores, es lo que habremos de responder al final de la historia, qué hemos hecho como profetas para que el mundo no la olvide, ni olvide, tampoco, que no pueden ser ni los intereses de los partidos, ni los intereses del mercado, ni el proyecto social más seductor, ni el más acabado y consistente sistema filosófico, lo que prevalezca sobre sobre cada hombre o mujer concretos, sellados con la impronta que Dios mismo quiso dejar, de su propia mano e identidad, en la mayor obra de la creación.


Freddy Mora | Imprimir | 504